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De viajes y aventuras

Los atronadores sonidos del silencio

Las leyendas, la mayoría de las veces son más cautivadoras que la verdad misma, que puede lucir insípida, fría, escueta y sin chiste sin los brillos de la imaginación chispeante.
En la Zona del Silencio, el silencio se oye a raudales. Se oye un maravilloso silencio atronador, entre  el bullicio de los cuentos y los mitos que han sido tejidos en su derredor.
En el cielo no hay nada. Un azul intenso inmaculado y abrumador hace sentir que es muy pequeña la distancia entre nosotros y el infinito azul. No hay una nube que ponga escala a aquel capelo inexistente.

Un sol casi blanco y aplastante, golpea inmisericorde el espacio vacío, haciéndole perder todavía más sus proporciones sin medida.
En el piso, plano y desolado, solo hay tierra, arena y piedras.

Entre las piedras, los mogotes de hierba hirsuta y espinosa, aferrada a los celosos grumos de tierra, consigue las escasas gotas del agua del rocío al amanecer. A lo lejos, unas enormes rocas desnudas forman extrañas montañas que aumentan la sensación de soledad. Los grandes e ilusos espejos de agua que se divisan en el horizonte, van  desapareciendo con tan solo caminar hacia ellos.

Nada. No hay nada. Solamente un gran silencio, que oído y mente convierten en un retumbante zumbido agudo. Un calor agobiante que el ojo materializa en agua, aparece en el horizonte. Una nada que la mente torna en fantasías. Fantasmas que hacen leyendas. Leyendas que enmudecen radios. Fantasías que hacen girar locas a las brújulas; aterrizar ovnis, y aparecer seres extraterrestres de entre las arenas.

No. Desgraciadamente nada de esto es cierto, aunque el paisaje es definitivamente extraño.
El cielo es claro, limpio, y sin nube alguna. Es sol es abrasador. Las noches son hermosas y cuajadas de estrellas. Los aerolitos -que continuamente bombardean la tierra- son maravillosamente visibles por lo diáfano de la atmósfera y la ausencia de luces artificiales. Los satélites se ven clarísimos siguiendo sus extrañas órbitas. Y la tierra… la tierra está llena de vida.
Una enorme liebre camina a saltos muy tranquila hurgando en los matujos. Una tuza se lanza nerviosa a resolver algún pendiente con su vecino, o quizás a reclamarle a una serpiente de cascabel que se apropió de su agujero. Un pequeño tecolote espera en el hueco de un enorme cactus a que llegue la tarde para salir de cacería. Una biznaga abre su delicada y fragilísima flor, con la esperanza de que un abejorro lleve por el viento sus mieles de amor. Una pareja de coyotes pasa trotando tranquilamente, mientras un halcón se desploma sobre una pequeña víbora que gustosamente devorará sobre algún frondoso cardenche.

Muchas historias se pueden contar de la maravillosa vida que hay en el desierto, pero la más triste es la del hombre, que atraído por las leyendas de la Zona del Silencio ha invadido los delicados hábitats de plantas y animales, destrozándolos con autos y motocicletas, dejando además desechos y basura que permanecerá indestructible por cientos de años en el lugar.
 Es inconcebible que una gente que tenga interés en visitar un lugar tan bello como éste, pueda destrozarlo de esa manera. Afortunadamente para el desierto -y desgraciadamente para los amantes de la naturaleza- las autoridades han cerrado los caminos de acceso, pudiéndose llegar solamente a “La Flor”, un pequeño caserío donde un par de familias se encargan de atender a oficiales y científicos de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas dedicados a realizar estudios sobre la zona.

Un pequeño museo, atendido por una dulce y bien documentada muchachita, que se llama… de cualquier nombre, pero que le gusta que le digan Flor, existe en el lugar.
Una puerta y un candado en la brechita de acceso al desierto, y las explicaciones de Flor, son suficientes para desanimar a cualquier paseante que no sea debidamente acreditado. Un difícil permiso, que por fortuna y de antemano pudimos conseguir, es más que indispensable.

La Zona del Silencio está un poco más al norte de Torreón, y no muy lejos de Ceballos en Durango. La zona es parte de la Reserva de la Biosfera del Bolsón de Mapimí, y por fortuna está incluida en el programa de la UNESCO llamado “Hombre y Biosfera” como patrimonio de la humanidad. Es menester, cuidarla, apreciarla y conservarla para los que vendrán más tarde.

deviajesyaventuras@informador.com.mx


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