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Campañas perpetuas

Las campañas políticas de los candidatos 'asaltan' las calles... y hoy lo hacen hasta el hastío

GUADALAJARA, JALISCO (18/ENE/2015).- "Hola, soy tu amigo Policarpo Mata y te invito a que votes por el Partido del Moche este próximo 6 de julio. No lo olvides. Cada ciudadano, un moche”. Ese tipo de mensajes abominables se han prodigado en nuestros teléfonos en los años recientes. Y no sólo eso: los Policarpo Mata del país también envían correos electrónicos a una velocidad que ya quisiera un novio sociópata, nos saturan de mensajes el celular, pagan tuits que se aparecen por nuestros timelines sin ser invitados y nos ensucian el Facebook con sus interminables mensajes de autobombo. Cada vez que una elección se acerca, los chicos de mercadotecnia de los partidos se prodigan e inventan nuevas formas de lanzarnos el anzuelo. Es un fastidio.

Tengo fobia por las campañas políticas desde que recuerdo. A principio de los años ochenta, sin embargo, eran menos aparatosas que en la actualidad. Claro: el motivo es que había un solo partido con posibilidades de ganar, en la práctica, y las votaciones resultaban básicamente un simulacro. Recuerdo bardas pintadas (por entonces muy abundantes) y la ciudad empapelada con los nombres de los candidatos oficiales, en una suerte de mosaico infinito apenas entorpecido por las modestas inserciones de propaganda opositora (la del PAN, muy concentrada en Zapopan y la de los partidos de izquierda en el Centro de la ciudad).

La alternancia en el poder (llamarla transición resulta casi un chiste a la luz de lo mal que nos salió) trajo consigo mayor competencia y las publicidades electorales, consecuentemente, han ido subiendo de tono. Para el año 94 las calles fueron tomadas por pendones impresos en cartón y plástico y los automóviles se volvieron exhibidores portátiles de calcomanías del tipo de “Yo con Mata y en mi casa, todos”. Pero fue, creo, la elección del 2000 la que se convirtió en una suerte de bisagra entre el viejo mundo y el nuevo. No sólo porque ganó la hasta entonces oposición, sino porque la publicidad electoral invadió nuestras vidas de pies a cabeza y desde ese instante no ha salido de ellas.

Los partidos se gastan una millonada en campañas. Tienen comerciales en televisión y radio, copan los espectaculares urbanos, cuelgan mantas y pendones a placer, mandan brigadas a las calles para que incordien a los conductores y los tratan de obligar a recibirles sus octavillas y pegatinas. En casos extremos, van de puerta en puerta. La lata sin fin, pues.

Claro: no es que en el pasado la cosa fuera un edén. Por allá de 1983, los gorilas de uno que iba a ser alcalde llevaron a mi escuela (una pública, numerada y muy militante) una serie de cuadernos, borradores, lápices y reglas de medir con su nombre y su carota. Todos los alumnos tuvimos que recibirlos. Aún recuerdo a las maestras indignadas porque le pusimos cuernos y bigotes a los retratos del candidato. Y eso era lo de menos. ¿Alguien se olvida de procedimientos como la “operación tamal”, las urnas embarazadas, el “te doy una boleta ya cruzada y me traes la limpia”, etcétera?  

La abstención bajó en el primer decenio de este siglo, atraída por la alternancia. Ahora, luego de que tirios y troyanos han pasado por el poder sin que se note un cambio de fondo en la administración, tengo dudas de que la asistencia a las urnas sea multitudinaria en las próximas elecciones. Los partidos deben dudar también de sus propios alcances, porque se blindaron con un presupuestazo y ya en las “precampañas” dieron muestra de que se van a gastar hasta el último quinto disponible para “convencernos”. Cosa curiosa, no se les ha ocurrido que ese convencimiento debería provenir de su trabajo en el gobierno y el Congreso y no de la propaganda.



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