Suplementos | Para muchos, Cristo ha sido un poderoso imán “Vengan a mí... y yo los aliviaré” Todos traen una dolencia, en el cuerpo o en el alma. Allí el hombre del siglo XXI puede contemplar una multitud de lastimados por la vida, que en Jesús y de Jesús esperan el remedio Por: EL INFORMADOR 8 de julio de 2008 - 09:30 hs Si echando hacia atrás la rueda del tiempo veinte vueltas, veinte siglos, pudiera el apresurado habitante de un país del primer mundo contemplar a Cristo, rodeado de una multitud, tal vez se sentaría a raíz de suelo y, sin prisa ya, sin temores ni angustias, abriría su mente y su alma, para que en ellas cayera la verdadera sabiduría. ¿Qué hace y qué dice Cristo? Quiénes son todos estos que lo rodean? Tal vez muchos han llegado allí después de largo y penoso camino. Los enfermos esperan, quizá llevan días esperando sentir la mano bondadosa posarse sobre su cabeza y escuchar la dulce expresión: “Ve en paz”. Allí están los tristes, que sufren desgracias, fracasos, temores, pérdida de sus seres queridos. Esperan las palabras de Cristo cargadas de afecto, de luz. Y quizá ellos, como muchos, retornarán a sus casas aliviados con el bálsamo del consuelo. Han venido a oírlo, sacudidos por vientos de angustias; las peores tormentas ocurren cuando, en la navegación por la vida, han perdido la brújula y no saben cómo encontrar el puerto. Han oído la fama de este Nazareno. Han tenido noticia de su no común sabiduría, de su mensaje, antes nunca oído de Norte a Sur, del Levante al Poniente. Todos traen una dolencia, en el cuerpo o en el alma. Allí el hombre del siglo XXI puede contemplar una multitud de lastimados por la vida, que en Jesús y de Jesús esperan el remedio. Y no se han equivocado, pues el Señor cumple lo que promete: “Vengan a mí, y yo los aliviaré”. “Yo los aliviaré” Jesús de Nazaret está aquí, entre los hombres del siglo XXI. No es preciso hacer girar la rueda del tiempo. Él es intemporal, Él es eterno, Él es omnipotente; y no hay que olvidar que al hacerse hombre, fue para permanecer en medio de la humanidad, donde hay sufrimientos: hambre, enfermedades, injusticias, ignorancia, flaquezas. Alguien le ha dado, justificadamente, el nombre de Valle de Lágrimas a este redondo planeta. Mas es preciso tener en la mente que Cristo no se ha ido para siempre. Se fue y se quedó, algo que sólo Dios puede hacer. Se fue para no estar visible, audible y tangible como en su raudo paso por la historia; pero prometió quedarse, y aquí está, sin dejarse ver más que con los ojos de la fe auténtica, profunda. Y está siempre poderoso y compasivo, misericordioso para perdonar y pronto para sanar las heridas del alma y del cuerpo. Es bueno, es preciso, insistir en el sentir cercano a Cristo Jesús, cuando el hombre de este siglo se ve seducido por el encanto de la imagen y, por lo mismo, menos dispuesto a aceptar y vivir cuanto llega por la fe, que es ciega y va por otros derroteros distintos, los de la ciencia, de la técnica. Al aceptar con fe la presencia de Cristo, se acorta la distancia para dar entrada al amor. El amor llega por el conocimiento, y con el amor llega el deseo de seguirlo, de imitarlo y de ponerse a su servicio. Ese es el camino de santidad. “Vengan a mí” Para muchos, Cristo ha sido un poderoso imán. El domingo pasado la Iglesia celebró solemnemente a Pedro y Pablo, los dos pilares del Reino de Cristo. Ambos siguieron al Señor atraídos por ese magnetismo: Pedro, el rudo pescador llamado Simón, dejó sus redes y su nave; Paulo dejó de ser Saulo de Tarso, el perseguidor de cristianos, y emprendió una tremenda aventura al ponerse todo Él --el alma con sus potencias y el cuerpo con sus sentidos-- al servicio de quien, hablando con un dulce imperio, los atrajo hacia sí hasta un final glorioso: el martirio. Fueron tras Él, fueron para Él, fueron de Él. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”, escribió Pablo; y Pedro le dijo: “Tú sabes todas las cosas, tú sabes que te quiero”. Ambos fueron con Él y con Él se quedaron. “Yo soy manso...” Jerusalén, la capital, la ciudad de David, recibió a su rey con palmas y ramas de árboles y tendió sus mantos a sus pies. Y los humildes, los sencillos, lo aclamaban: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”, cuando montado en un asnillo recibieron a su Rey. Ser manso es una virtud, no un aspecto psicológico ni mucho menos una tara. No es lo mismo ser manso, que ser tímido o apocado. La mansedumbre es una virtud que consiste en reprimir voluntariamente los impulsos de ira, de impaciencia, de altanería. Hasta el pagano Séneca elogiaba y recomendaba esta virtud a sus discípulos. El Señor la proclamó con una de las ocho bienaventuranzas: “Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra”. Significa, según algunos pensadores, que conquistarán los corazones de los hombres, porque los verdaderos mansos están llenos de bondad y saben ganarse la voluntad de los demás. Hay un testimonio, un ejemplo bello, en la vida de San Francisco de Sales, obispo de Ginebra en el siglo XVII. Ginebra era un hervidero de corrientes religiosas y políticas, en donde habían sido sembradas las semillas de los protestantes. El obispo era para todos manso, sonriente... y, según sus biógrafos, era de un temperamento recio. La virtud supera la naturaleza, o más bien, la educa y sublima. Cristo es el modelo perfecto. Con su vida ha dado el más bello ejemplo de mansedumbre. “... y humilde de corazón” Otra virtud no sólo escasamente conocida, sino temida, es la humildad. Hay quienes confunden el ser humilde, con estar dispuesto a ser humillado, aunque ambos conceptos proceden etimológicamente del mismo vocablo latino: humus, tierra. Para los paganos que no la conocían, la humildad significaba ser algo vil, abyecto, servil e innoble. Para el cristiano, la humildad es el reconocimiento de la propia pequeñez delante de Dios. Santa Teresa de Ávila la definió así: “La humildad es la verdad”. La humildad no está en ocultar los propios talentos, ni las cualidades; ser humilde no es considerarse peor que los demás, ni más bajo, ni más ordinario. Ser humilde es reconocer lo que se tiene o se sabe, pero también lo mucho que le falta tener y saber. Dicen los sabios que entre más saben, más saben que menos saben. San Basilio Magno dice que la humildad es el arca que guarda todas las virtudes. Dios rechaza a los soberbios y ama a los humildes. No hay un santo, uno solo, para reconocerlo como tal, si no ha vivido en humildad y caridad. Cristo nace humilde en un portal de Belén y muere humilde, en la cruz, desnudo y entre dos ladrones. Su mensaje es siempre la verdad, y la verdad es espejo de humildad. Los humildes, los sencillos, los enfermos, los atribulados, son siempre los que buscan, los que escuchan. Los poderosos, los que se creen sabios en su falsa seguridad --el dinero, el poder y l fama--, se hacen la ilusión de no necesitar de un Salvador. Cristo, al verse rodeado de esa multitud, elevó al Padre esta oración: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y... ... las has revelado a la gente sencilla Jesús compara dos actitudes: la de los rabinos, los doctores de la ley, los fariseos, inflados por la soberbia; y la de esa gente sencilla, esos pobres sentados a raíz de suelo. San Agustín dice que la humildad es lo primero y lo último del cristianismo, y que los humildes son esforzados y valientes, son rayos de acero y luz, prontos para hacer el bien y para sufrir los males. En los humildes está la paz, el sosiego. Al hombre apresurado de este siglo le hace falta sentarse a ver y a escuchar al Maestro; abrir su mente, abrir su alma con sencillez al mensaje que Cristo tiene para los pequeños, para los humildes. Pbro. José R. Ramírez Temas Religión Fe. 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