Domingo, 12 de Octubre 2025
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Una historia de balazos

La circulación y uso de armas de fuego es mucho mayor a la que suponemos y para los propósitos más extraños concebibles

Por: EL INFORMADOR

No concibo que el aprovisionamiento de fusiles o pistolas sea posible en una persona de salud mental promedio. AFP / J. Sullivan

No concibo que el aprovisionamiento de fusiles o pistolas sea posible en una persona de salud mental promedio. AFP / J. Sullivan

GUADALAJARA, JALISCO (29/NOV/2015).- A mitad de la madrugada, un estruendo. Son balazos, me digo, recién arrancado del sueño. Podría confundirme, claro, porque vivo cerca de una parroquia que cuenta con unos alegres feligreses encantados de echar a volar cohetones a la menor provocación y que parecen tener fiestas patronales cada semana. Pero no: vuelven a escucharse los truenos y me sospecho que son disparos. Según las reglas más elementales de la prudencia urbana, desisto de acercarme a la ventana (no quiero terminar por dar pie a un encabezado del tipo de: “Se asomó a ver qué pasaba y lo venadearon”) y regreso a la almohada. Caigo en un sueño intranquilo. 

Al día siguiente consulto las noticias policiales y no encuentro consignado ningún incidente en las cercanías de la casa. Ni asalto, ni balacera, ni agresión. Nada. Comienzo a dudar de mis percepciones sobre la realidad. ¿Confundiré los balazos con los meros petardos con que se festeja a los santos? Reviso videos en que se explica la diferencia en el sonido de las detonaciones de armas reales con las que solemos escuchar en películas y series de televisión. Veo y escucho a técnicos en efectos especiales recrear el fragor de un falso disparo ayudados con botes, latas, bates de beisbol y con sus propias manos y faringes. Muy notable todo.

Unas noches después se repite la historia. Esta vez no hay dudas: son disparos. Tengo la impresión, incluso, de que son tiros al aire, hacia ningún blanco concreto. Cuento cinco estallidos, en total. Luego se extinguen. Debato internamente si debo llamar a la policía. Desisto de hacerlo. Por la mañana me entero de que una vecina, ya anciana, a quien los disparos despertaron, sí llamó a las autoridades. Nos lo confiesa como si revelara alguna clase de crimen. “Nunca les he tenido confianza pero esta vez me asusté”, aclara. El agente que atendió la llamada le preguntó si sabía el domicilio en donde se habían producido. “No sé exactamente pero se escuchan en mi casa”, les dijo la vecina. Le prometieron que una patrulla se daría una vuelta por el área. No llegó a verla, asegura, aunque sí vio las luces de la torreta a lo lejos. 

Varios amigos y conocidos a los que refiero el asunto me confirman la frecuencia con que esto sucede. Y no, no se trata de que todo mundo haya decidido enzarzarse en trifulcas armadas en la ciudad, sino de que la circulación y uso de armas de fuego es mucho mayor a la que suponemos y para los propósitos más extraños concebibles. Alguien me cuenta sobre sus vecinos, una familia de sujetos que se pasan el día en la calle lavando sus camionetas, que no dejan pasar un cumpleaños sin salir a echar bala a la calle. Otra persona, de un rumbo distinto de la ciudad, me dice que su propio vecino se entretiene en el jardín trasero de su casa acomodando botellas de vidrio sobre unos tabiques y acribillándolas luego.

Una tercera fuente me indica que su propio hermano se dedica a coleccionar pistolas y que le gusta “ir a probarlas” al Bosque de La Primavera.
 
“Allá no lo regañan. Al principio quiso ir al Parque Metropolitano pero lo corretearon unos guardabosques”.

No concibo que el aprovisionamiento de fusiles o pistolas sea posible en una persona de salud mental promedio. Muchos, retóricamente, defenderán esto porque “la cosa está muy mal” o “ya no hay en quién confiar”. Ese es otro debate. Por lo pronto, me maravilla vivir en el mismo barrio que alguien que, cada dos o tres noches, se pone a dispararle a la negrura de los cielos nocturnos y piense que es un juego.

Tapatío

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