Domingo, 12 de Octubre 2025
Suplementos | ESTAS RUINAS Por: Antonio Ortuño

Somos sabe qué modo

ESTAS RUINAS

Por: EL INFORMADOR

Las personas son permanentemente impredecibles. Uno mismo lo es. ESPECIAL /

Las personas son permanentemente impredecibles. Uno mismo lo es. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (13/MAR/2016).- Aunque cada vez más borrosa, conservo aún la notable impresión que me ocasionó, en la infancia, la imagen de un vecino, un niño de unos 11 o 12 años que se rapó la cabeza al día siguiente de que sepultaron a su madre, fallecida de manera imprevista. Nunca lo vi llorar. Nunca lo vi abatido. Pero esa cabeza despojada de cabello bastaba para proclamar su duelo.

Es imposible prever cómo reaccionará cualquier persona ante una situación extrema. Las telenovelas (y esas lustrosas hijas suyas que son, en cierta medida, las series de televisión) nos han acostumbrado a esperar desplantes melodramáticos y lineales. La gente entristece y, por tanto, llora. La gente es feliz y ríe o se abraza. La gente asustada abre los ojos y la boca y pega un brinquito. Pero no siempre ocurre así. La vida real no responde a coreografías ni las personas obedecen a las reglas de los “perfiles” con las que se les pretende acotar.

Por eso es que cayeron en desuso aquellas “tablas de los temperamentos” de la medicina hipocrática, que definían a las personas como “coléricas”, “flemáticas”, “melancólicas” y “sanguíneas”: porque, como los horóscopos, explicaban todo y nada a la vez. Claro: la pretensión de entender a las personas en racimos no ha desaparecido. Ahora surgen de debajo de las piedras clasificaciones seudo sicológicas que no son sino adaptaciones y variedades de los “temperamentos”. Pero lo cierto es que cualquier atisbo de comprender los modos infinitos en que nos comportamos no vendrá de allí.

Pese al empeño por intentar una taxonomía precisa, la experiencia humana es inabarcable. Otra vecina (ésta, de los tiempos en que vivía en un multifamiliar, en la adolescencia) se puso a dar de gritos cuando le informaron que el gato de su hermana se había salido a la calle y no se sabía nada de él desde hacía tres noches. Pero el día que le avisaron que su padre acababa de morir por culpa de un infarto fulminante se quedó clavada en la escalera del edificio, mirando el atardecer, enmudecida, sin boquear palabra. Quizá pueda argüirse que le resultaba más fácil expresar sus sentimientos al respecto de una mascota que sobre un tema crucial. Pero lo que me interesa destacar es la imposibilidad de prever su reacción.

Las personas son permanentemente impredecibles. Uno mismo lo es. Somos gobernados por efectos químicos cerebrales que apenas conocemos (no por falta de información, porque la ciencia ha ido desentrañando asuntos antes impensables en esa materia, sino porque no nos tomamos la molestia de estudiarlos). Estamos a la merced, además, de la inercia, de ideas heredadas y fijas que resurgen de pronto en nosotros, de prejuicios que no solemos cuestionar hasta que es tarde.

Una noche llegué a unos abarrotes a comprar un litro de leche. El matrimonio que atendía el mostrador estaba en pleno ataque de risa. Sus carcajadas eran incontenibles. Pasaron dos minutos, desde que me planté ante ellos con mi mercancía, sin hacerme el menor caso. La mujer, una señora de cierta edad, terminó por hacer un esfuerzo por tranquilizarse y cobrarme. “Disculpe, joven. Es que acaban de asaltarnos”, me confió. Su marido, reparé en ese momento, tenía el ojo cerrado por un golpe: se le había hinchado y oscurecido. “¿Se ríen de nervios?”, alcancé a preguntarles. Volvieron a reír. “No, joven. Es que el ladrón, luego de pegarle a mi viejo, se hizo encima. Se le mojaron los pantalones”.

Que no me vengan a decir que una tabla de comportamiento podría haber previsto nada de eso. Por citar a mi amigo Juan: “La gente siempre es bien quién sabe cómo”.

Tapatío

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