Jueves, 09 de Octubre 2025
Suplementos | El rechazo a Dios y a su plan de salvación que inició con la creación del ser humano

Sin Dios no hay esperanza

“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, con el fin de rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que así recibiéramos nuestros derechos como hijos”

Por: EL INFORMADOR

Ya hemos comentado que a la situación que atraviesan nuestro país y el mundo entero --de una crisis recurrente caracterizada, en unos lugares más y en otros menos, por una vida expuesta a una gran inseguridad a causa del incremento de la delincuencia, especialmente la llamada organizada, y la violencia desmedida y deshumanizada con la que actúan la mayoría de los que ejercen esa actividad--, se le atribuyen muchas causas, que no tiene caso enumerar aquí porque, finalmente, éstas tienen a su vez una causa de origen, primaria, común y radical: el rechazo a Dios y a su plan de salvación que inició con la creación del ser humano y se ha manifestado a través de la Historia de la Salvación, teniendo ésta su momento no sólo culminante, sino central y determinante, en el nacimiento y la vida de Jesucristo, por quien fueron hechas todas las cosas.

Así lo señala San Pablo en su carta a los Gálatas 4, 4: “cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, que nació de mujer y fue sometido a la Ley, con el fin de rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que así recibiéramos nuestros derechos como hijos”.

Al rechazar a ese Dios creador, todopoderoso, misericordioso y generoso, por ende rechazamos todos los dones, las gracias, entre las que están las virtudes y entre ellas las conocidas como teologales, y específicamente la de la esperanza --de la cual no va a hacer referencia el Evangelio de hoy--, que está íntimamente relacionada con la fe y la caridad, a tal grado que no puede existir una sin las otras dos.

Ahora bien, la esperanza puede definirse como la virtud divina gracias a la cual esperamos, con ayuda de Dios, llegar a la felicidad eterna y tener a nuestro alcance los medios para ello. Se afirma que es divina no sólo porque su objeto inmediato es Dios, sino también por su origen peculiar. La esperanza es una virtud infusa, o sea que es distinta a los hábitos buenos, que son el producto de la repetición de actos nacidos de nuestras propias fuerzas.

Al igual que la fe y la caridad sobrenaturales, la esperanza es plantada directamente en el alma por Dios todopoderoso. Tanto en su naturaleza como en el alcance de su operación, sobrepasa los límites del orden creado y únicamente puede ser obtenida por la generosidad del Creador. La capacidad conferida por ella no solamente refuerza y transforma el desempeño de esa facultad para realizar funciones que quedan esencialmente fuera del ámbito de la esfera natural de su actividad. Pero todo esto se extiende exclusivamente sobre la base, que damos por sentada, de que existe un orden sobrenatural y que es en ese orden donde radica el destino final del hombre, de acuerdo a la actual providencia de Dios.

La esperanza es una virtud teologal porque su objeto inmediato es Dios. Y lo mismo se dice de las otras virtudes infusas: la caridad y la fe. Santo Tomás, de forma precisa, afirma que las virtudes teologales son tales “porque tienen a Dios como su objeto, tanto en cuanto ellas nos dirigen apropiadamente a Él, como porque son infundidas en nuestras almas exclusivamente por Dios y porque, también, llegamos a conocerlas solamente a través de la revelación de las Sagradas Escrituras”.

Ante esto, podemos caer en cuenta de que, sin esperanza, el sentido de la vida pierde su visión de trascendencia, y eso produce una minusvaloración de la misma o de plano un desprecio total de su valor --de ahí el famoso dicho y canción “no vale nada la vida, la vida no vale nada”--, de tal forma que es muy fácil; tanto, que quienes los cometen llegan a considerar “normal” el cometer toda clase de delitos y crímenes, al grado de segar la vida de cualquier persona sin inmutarse, y poner en riesgo la propia vida, sin medir las consecuencias eternas, ya que para ellos no existe un más allá.

Así pues, sin Dios no hay esperanza y sin esperanza no podemos aspirar a la felicidad eterna, porque no contamos con los medios. La fe alimenta la esperanza, y por lo tanto, si no se tiene fe, no se cree en una vida eterna de felicidad inacabable, en compañía de nuestro Padre Dios; sencillamente, se cree que con la muerte todo se acaba, y, por lo tanto, “hay que aprovecharla mientras dure, para poseer todo lo que se pueda; tener el placer a su máxima expresión, sin importar cómo obtenerlo; alcanzar el poder para dominar a los demás, y lograr mis propios fines aunque pisotee, abuse y mate a mis semejantes”.

Se atribuye a San Agustín la frase que dice: “Si yo me alejara de Dios, sería el peor de los asesinos”. Con la inspiración divina y su talento, este gran santo reconocía que, aun siendo cristianos, díscípulos de Cristo, si nos alejamos de Él perderemos la esperanza, y sin ella podríamos caer tan hondo como no podemos imaginar; por ello es preciso estar bien alertas, para responder siempre positiva y prontamente al llamado permanente del Señor, a ser fieles a Él.

El pasaje evangélico de hoy, si lo meditamos seriamente, nos hará renovar nuestra esperanza en ese Dios misericordioso que a todos perdona --sin importar lo que hayamos hecho-- e invita a su banquete celestial.

Francisco Javier Cruz Luna
cruzlfcoj@yahoo.com.mx     

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