Sábado, 11 de Octubre 2025
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¿Qué por qué no he aprendido a amar?

Tanto tiempo he vivido cuestionando, y finalmente he venido a constatar que a amar sólo se aprende amando

Por: EL INFORMADOR

     He querido comenzar mi reflexión de hoy con esta estrofa de un sencillo poema que escribí hace ya varios años, surgido de un cuestionamiento que me hacía a mí mismo, en el que, si bien yo había llegado a la conclusión de que nadie nace amando y de que la vida era para los seres humanos una escuela para aprender a amar y que la graduación sería el día en que seamos llamados a la presencia de Dios, no había aprendido lo suficiente, en virtud al camino recorrido ya de mi existencia y presencia en este mundo.
     Mi conclusión, como pueden apreciar en el último renglón, fue que no había amado lo suficiente y auténticamente y por ello no había aprendido a hacerlo.
     Pareciera un juego de palabras y no es así; me explico. Para ello, traigo a colación una máxima de San Juan de la Cruz: “El amor es el ejercicio desnudo de la voluntad”; lo que quiere decir en palabras llanas, que amar no depende de los sentimientos, ni de las emociones, ni de la simpatía que tengamos o no con determinadas personas, y mucho menos de si recibimos o no amor o al menos favores o buen trato de ellas. El amor depende de que decidamos amar; de que nuestra voluntad esté encauzada a amar a los demás sin poner condiciones, y sin fijarse en cómo son, qué hacen, cómo actúan, en qué me benefician, si me caen bien, si son mis amigos, etc., etc.
     Así amó Jesús; Él mismo puso el ejemplo durante toda su vida, y así se lo ordenó a sus discípulos: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los maltratan(…) Porque si ustedes aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? Hasta los malos aman a los que los aman” (Lc.6, 27; 32).
     ¿Es humanamente agradable amar a quien nos hace mal, al enemigo que nos hace la vida de cuadritos? Desde luego que no. Si nos dejamos guiar por nuestros sentimientos, nuestros criterios, nuestras preferencias o nuestro dolor o recuerdos ingratos, jamás podremos amar auténticamente. En cambio sí es posible, si nos dejamos guiar por la voluntad de hacerlo y --viviendo el amor y la gracia de Dios en nosotros-- hacemos el bien a los que nos odian, bendecimos a los que nos maldicen, rogamos por los que nos maltratan. Y todavía más, si obramos como lo mandó Jesús: “Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra. Al que te arrebata el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide, y al que te quita lo tuyo, no se lo reclames.  Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes”.(id v.v. 29 y 31), estaremos amando en verdad; los sentimientos y las emociones agradables vendrán después, por la alegría y la satisfacción que causa el auténtico amor.
     Ahora bien, no hay que perder de vista que para que ese amor de voluntad, surja de nuestro ser, es preciso, antes, que nosotros hayamos experimentado el amor de Dios, que nos hayamos dejado amar por Él, porque de otra manera fracasaremos, nos frustaremos y renunciaremos a amar, lo cual nos pondría en la línea divisoria del odio.
     En el Evangelio de hoy, Jesús nos da el nuevo mandamiento: que nos amemos los unos a los otros, ya no como a nosotros mismos, sino como Él nos ha amado”; y añade que por ese amor, los demás conocerán que somos sus discípulos.
     Se dice que hoy en día nuestra Iglesia vive una crisis. ¿No será porque no hemos sabido amar ni amarnos a la manera de Jesús, y se ha perdido credibilidad por el pobre y vergonzoso testimonio que hemos dado?
Sería conveniente que quienes critican, juzgan y hasta condenan a los miembros de la Iglesia que se han equivocado en su conducta, en lugar de perdonarlos y orar por ellos, se preguntaran si están obedeciendo el nuevo mandamiento de Cristo.


Francisco Javier Cruz Luna
cruzlfcoj(arroba)yahoo.com.mx

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