Lunes, 13 de Octubre 2025
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Pato cojo

Enrique Peña Nieto enfrenta su momento más crítico, su aprobación se hunde

Por: EL INFORMADOR

La realidad. Lejos quedan aquellos días en que el Presidente cimentaba su discurso sobre la prometida eficacia de su gobierno. SUN / ARCHIVO

La realidad. Lejos quedan aquellos días en que el Presidente cimentaba su discurso sobre la prometida eficacia de su gobierno. SUN / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (10/JUL/2016).- En Estados Unidos, “Lame Duck” -pato cojo- es la clásica expresión para definir a un gobernante que, ante la inminencia de su relevo en el cargo, ha perdido toda la capacidad de iniciativa política. Un “pato cojo” es un gobernante desprovisto de credibilidad ante el ocaso de su mandato y sabedor de su crónica imposibilidad política. Vicente Fox fue un “pato cojo” durante al menos 18 meses. Felipe Calderón lo fue desde 2011, cuando Peña Nieto aparecía como el relevo inevitable -las encuestas ayudaron mucho a delinear ese horizonte presuntamente irrevocable. El “pato cojo” se encuentra atenazado por las bajas expectativas, su proyecto se interpreta como agonizante y pierde toda capacidad de conducción política. Barack Obama evitó convertirse en un zombi político a través de agendas arriesgadas como la normalización de las relaciones con Cuba, la agenda migratoria o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, con una candidata electa y una “guerra” contra el nativismo y la xenofobia de Trump, lo natural es que Obama pierda peso aceleradamente en el debate político de los Estados Unidos. El ocaso de un horizonte político siempre trae consigo que, tarde o temprano, todos los políticos comienzan a dar signos de cojear.

Sin embargo, el caso de México es atípico. Enrique Peña Nieto no alcanza todavía su cuarto año de Gobierno y comienza a dar signos de una descomposición política innegable. Los síntomas del “pato cojo” son más que palpables. Un curioso caso: un Presidente desprovisto de iniciativa, sin credibilidad y con un amplio rechazo, pero que cuenta con mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y en un entorno de una débil oposición. No deja de ser paradójico que el único Presidente, desde Carlos Salinas de Gortari, que ha podido emerger con mayoría absoluta de una elección intermedia, hoy se encuentre entre “la espada y la pared”. Los sondeos sobre la aprobación de su administración, nos reflejan lo profundo de la crisis política de Los Pinos. A julio de este año, de acuerdo a los datos publicados por El Universal y registrados por la encuestadora Buendía y Laredo, sólo 29% de los mexicanos aprueba la gestión del mexiquense. En contrapunto, 63% de los ciudadanos rechazan su trabajo, siete puntos más que en marzo de este año. Y no sólo eso: sólo 16% de los mexicanos considera que el país va por buen camino. Lo que también demuestran las encuestas publicadas en esta semana, es que el conflicto magisterial le comienza a pasar factura en términos de opinión pública. Nunca habíamos tenido un Presidente que llegara a julio de 2016 con tal debilidad, ni siquiera Felipe Calderón que perdió todas las elecciones desde 2006.

Hay muchos factores que pueden explicar el complicado momento presidencial: Ayotzinapa, la Casa Blanca y la corrupción, las malas noticias económicas, el conflicto con la CNTE, entre otras. Sin embargo, más allá de la explicación puntual, que como todo problema político seguramente encontraremos raíces multicausales, lo que es necesario analizar es qué significa que el Presidente llegue a su cuarto año de Gobierno con un rechazo ciudadano tan profundo. Y es que en un sistema parlamentario, la debilidad presidencial podría convertirse en una coyuntura propicia para un “voto de censura” o una “moción de confianza”. En México no existe nada de eso, ni métodos parlamentarios de control y menos algún mecanismo refrendario o revocatorio del mandato. Por lo tanto, el Presidente terminará su periodo y despachará en Los Pinos hasta 2018.

Esta condición de prematuro “pato cojo” conlleva cuatro graves consecuencias para el Presidente y para su conducción política del país. En primer lugar, ingobernabilidad. La pérdida de confianza en el Ejecutivo y su proyecto, provoca mayor intensidad en las oposiciones. El caso de Oaxaca es un ejemplo claro. La poca aceptación del proyecto peñanietista ha derivado ya no sólo en la radicalización de la CNTE y grupos afines, que asumen que la debilidad de Los Pinos es un escenario ideal para negociar en condiciones favorables, sino también en que buena parte de la opinión pública y publicada, que antes veían a la disidencia magisterial como antisistemas sin proyecto, ahora consideren seriamente la posición de la CNTE. Resulta interesante que ahora sí, a diferencia de 2013, las demandas de la CNTE sean vistas como dignas de tomarse en cuenta para la promulgación de una reforma educativa integral. Y no sólo eso, incluso el SNTE, el aparato gremial oficialista, ya se manifestó a favor de retirar todo aspecto punitivo de la evaluación; es decir, se acabó el consenso con el Gobierno Federal. Lo sorprendente de la posición tan débil de la Presidencia es precisamente su capacidad para convertir a rivales con baja legitimidad pública, en oposiciones con credibilidad y capaces de desestabilizar su proyecto. La gobernabilidad democrática está atada a tu aceptación pública, unos niveles de reprobación como los de Peña Nieto, atentan contra el margen de maniobra presidencial. El anti-peñanietismo comienza a entenderse como una identidad política que incluye muchas demandas, que pueden ir desde el empresariado hasta los maestros de la CNTE o las clases medias urbanas.

En segundo lugar, ser un “pato cojo” significa que todo el proyecto presidencial se encuentra en franca revisión crítica y el futuro comienza a dominar el debate político. El Presidente sufre de una incapacidad manifiesta de imponer su narrativa. Ahora, las encuestas demuestran que lo peor que ven los ciudadanos del proyecto de Peña Nieto son las reformas estructurales. Y después de los golpes en los precios de la gasolina y la electricidad, el rechazo a las reformas, como proyecto presidencial, tenderá a crecer. Incluso, quienes fueron sus socios en el Pacto por México, PAN y PRD piden meterle mano a las reformas y hacer cambios profundos en sus principales lineamientos. Esa revisión del pasado se acompaña de un movimiento del debate político hacia el futuro, hacia 2018 y los posibles relevos del Presidente. El pasado y el futuro se confabulan para fagocitarse al presente y los tiempos políticos, su conducción, quedan fuera del control del Ejecutivo federal.

En tercer lugar, la eficacia. Lejos quedan aquellos días en los que el Presidente cimentaba su discurso sobre la prometida eficacia. Peña Nieto significa compromiso y resultados, nos decía en campaña. Hoy en día, como les sucede a los presidentes débiles, Peña Nieto es un gobernante ineficaz. Las reformas no dan resultados, la economía no responde y es la tercera vez que se anuncian recortes en el gasto público. No hay ningún indicador -la inflación, el único- que sirva para hablar de Peña Nieto como un Presidente impopular, pero que alcanza sus objetivos. Todas las agendas que abandera se le revierten en instantes: su propuesta para aumentar la despenalización de la mariguana es un claro ejemplo de que ni sus fracciones parlamentarias están dispuestas a asumir costos políticos por defender la agenda presidencial. ¿Y qué decimos de la Ley 3 de 3? Un ridículo nacional que obligó al Presidente a vetar una parte de la iniciativa que aprobaron los legisladores de su partido político. Este desaseo en la forma de operar la agenda, a diferencia de lo que sucedió en el Pacto por México, es reflejo de cómo la debilidad del Presidente se está comiendo la eficacia prometida.

Y la cuarta, Peña Nieto es ya un pasivo para el PRI. En los estados, lo vimos en la última elección, los pasivos políticos del PRI fueron los gobernadores y también el Presidente. Si Peña Nieto llega a 2017 con tasas de reprobación del 80-85% y niveles de aprobación que oscilen los 10-15%, estaremos hablando de un Presidente incapaz de tripular el proceso de sucesión -incluso en un partido vertical y disciplinado como el PRI. No es tan descabellado que Peña Nieto pierda su papel de jefe del Ejecutivo y también de jefe partidista. Algún priista connotado me comentaba que el fantasma de las luchas fratricidas del periodo 2000-2006, se encuentra ahí como un escenario no tan improbable. Recordemos que el poder es un imán que garantiza la unidad partidista, pero la ausencia de proyecto de futuro, las previsiones de derrota y la debilidad puede propiciar dispersión, incertidumbre y conflicto. Así, ser un “pato cojo” también significa perder capacidad de cohesionar al partido, particularmente cuando apuestas por perfiles impuestos como Enrique Ochoa Reza, que podría ser anunciado como relevo de Manlio Fabio Beltrones en la dirigencia nacional del PRI, en unos días.

Peña Nieto se encuentra en su momento más crítico. Las encuestas demuestran que su aprobación y su credibilidad se han desmoronado desde septiembre de 2014 -los sucesos de Iguala. Más allá de iniciativas enviadas al Congreso, el Presidente fue despojado de total iniciativa, y su narrativa se ha erosionado. Ni la eficacia, ni su proyecto reformista son salvavidas para encontrar algo de oxígeno en medio de la severa crisis. El antipriismo, pero sobre todo el anti-peñanietismo, crece a ritmos acelerados y con gran intensidad. Peña Nieto es un “pato cojo” encerrado entre la falta de resultados de su administración y un futuro desprovisto de cualquier expectativa.

Tapatío

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