Jueves, 09 de Octubre 2025
Suplementos | Y también Cristo enseña el arte de saber sufrir

Para aprender a sufrir

Predica la alegría de sentirse amados y protegidos por un Padre bondadoso

Por: EL INFORMADOR

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     Jesús, el Hijo de Dios, es el gran Maestro. Cada una de sus palabras fue, ha sido, será, agua viva, fresca enseñanza para todos en todos los momentos de la vida.

     A los angustiados por ese afán --ese embrollo de andar a toda hora tras las cosas materiales--, un día los invita a que miren con Él “esos pajarillos canoros saltando felices de aquí para allá en las ramas de los árboles, y ni siembran, ni cosechan, ni guardan en granero, porque el Padre Celestial los alimenta. Y miren también esos lirios del campo, que ni hilan, ni tejen, y visten con tanta belleza. Y esas flores que hoy lucen, mañana serán basura”.

     Así infunde confianza el Maestro, así predica la alegría de sentirse amados y protegidos por un Padre bondadoso.

     Enseña también a abrir los ojos hacia horizontes más allá de los límites de la vida terrena;  enseña a obedecer, a servir, a no sentirse solos, y a ver en Él un hermano, un amigo, y ver los semejantes en todos los peregrinos en este devenir de la vida.

Y también Cristo enseña el arte de saber sufrir

     El evangelio de este día es continuación de la escena vivida con Cristo y sus discípulos, acerca del tema de contemplación del domingo pasado.

     Por inspiración de arriba, de lo alto, a la pregunta de Jesús “¿Quién dicen que soy yo?”, Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Los otros once discípulos quedaron asombrados, maravillados, y desde lo más hondo de su ser hicieron suya la confesión de Pedro. Eran los seguidores más cercanos, convencidos ahora de estar allí en tornno del Mesías esperado por siglos.

     Y vino la tremenda revelación del misterio. El Mesías había sido enviado a padecer, morir y resucitar. Les anunció que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho por la acusación de los ancianos, de los sumos sacerdotes, de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.

     Fue este anuncio nada grato para sus entusiastas seguidores: padecer, y padecer mucho; morir y... resucitar.

     Tan terrible fue esta revelación que otra vez Pedro --ahora desafortunadamente-- llamó a Jesús aparte y le dijo, tal vez al oído: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder”.

     Mas pagar el precio muy alto de redimir, de rescatar al hombre del pecado y de la muerte, estaba en los planes del Altísimo; y era, debía ser, la sangre de Jesús, Dios --y por tanto, de valor infinito-- y hombre, de la misma naturaleza de los hombres, todos nacidos para morir.

     “¡Apártate de mí, Satanás --contestó severamente Jesús a Pedro--, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu pensamiento no es de Dios, sino de los hombres”. Así era y así es en realidad; todos los hombres van con gusto al placer, y todos los hombres huyen del sufrimiento.

¿Qué es el sufrimiento, qué el dolor?

     Sufrimiento, por la sola palabra ya es desagradable, y sin embargo está muy cercana a todos, porque el dolor es insoportable compañero en el viaje del hombre en la tierra. No hay niño que no haya llorado al nacer, que no haya llamado a su madre llorando. No hay hijo que no le haya costado lágrimas a su madre.

     Llora el joven porque no ve que sus sueños se realizan; llora porque ama, pues no hay amor sin sufrimiento.

     Llora el viejo porque la vida no le ha dado lo que esperaba.

     Lloran todos su presencia existencial, porque en todas partes está el bien, pero también el mal, y aunque se le rechace, permanece y deja sus consecuencias.

     En mayor o menor grado, el dolor es una realidad de la que nadie se escapa. Por eso algún pesimista de tiempos pretéritos calificaba el mundo como un “valle de lágrimas”.

     La explotación inhumana; las injusticias; la distribución de los bienes de la tierra; la opresión de los fuertes sobre los débiles; los vicios; las pasiones desordenadas; las enfermedades, son parte de una larguísima lista de los incontables males que agobian a los humanos.

     Vemos muchos rostros macilentos, con huellas de la carga de la soledad, la incomprensión...

     ¿Será Dios el autor del sufrimiento? En realidad, el hombre mismo es la causa de sus males, porque todos tienen la raíz en su pecado.

“La vida es dolorosa, dramática, magnífica”

     Así la contempló el Papa Pablo VI en sus últimos días, en su testamento. Dolorosa, porque se vive cuesta arriba. Dramática, porque cada instante se juega el propio destino. Magnífica, porque es un regalo de Dios y un camino hacia donde ya no habrá ni miedos, ni enfermedades, ni dolor, ni muerte.

     El mensaje del Mesías en medio de los hombres fue de esperanza, para abrir los ojos en el tiempo y alcanzar a mirar no solamente el presente a veces doloroso, sino con mirada de fe más allá, a donde está la luz indeficiente.

     El día diez de este mes de agosto celebró la Iglesia Universal el martirio de San Lorenzo, diácono romano. Alegre padeció la cruel tortura de la parrilla roja al fuego, pues su amor a Cristo le dio fuerza para aceptar, después del sufrimiento, la gloria eterna.

     Era el testimonio de los mártires, era la fiel entrega en el cumplimiento diario de las vírgenes, de los confesores y de los miles de seguidores de Cristo prontos a responder con su vida a la invitación: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo...

...que tome su cruz y me siga”

     Cuando Pablo habló de la cruz ante los de Corinto, no le entendieron: “Escándalo para los judíos, locura, necedad para los griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios para aquellos que Dios ha llamado”.

     Porque el sentido figurado, la metáfora de la palabra cruz es no los dos palos en postura perpendicular, sino la del sufrimiento, pero tomado como instrumento de salvación, y desde luego no en soledad, sino en seguimiento de Cristo; así el dolor se transforma en instrumento, en medio eficaz de santificación.

     Es sabiduría llevar la propia cruz sin renegar, sin arranques de ira o de venganza, y es mayor la gracia de saber asociarse estrechamente a la cruz redentora de Jesús sin quejas, sin gemidos.

     La dulce sonrisa de algunos santos no era por ausencia del dolor, sino por haber alcanzado la gracia de saber no superarlo, sino aceptarlo.

     Ni los epicuristas, filósofos griegos, ni los estoicos --también paganos del país de los Balcanes-- encontraron con la luz de la razón la respuesta ante la interrogante del infaltable dolor.

     La respuesta está en la cruz de Cristo, pesada con la carga de todas las desdichas de los hombres; y las pequeñas cruces, las de cada uno, con la propia carga de sus limitaciones y tristezas.

     Mas la fortaleza viene de Cristo. Él ayuda y enseña a los que le siguen. El cristiano debe de ayudar a sus semejantes y enseñarles a llevar su cruz.

José R. Ramírez Mercado

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