Sábado, 26 de Abril 2025
Suplementos | Hay crisis personales, y pocos podrán decir que no las han padecido

Los vientos contrarios

Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces --el tema de reflexión del domingo pasado--, el Señor Jesús se apartó al monte

Por: EL INFORMADOR

   Después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces --el tema de reflexión del domingo pasado--, el Señor Jesús se apartó al monte, Él solo, a hacer oración, y les dijo a sus discípulos que subieran a la barca y cruzaran el lago.
    Ellos, obedientes, así lo hicieron; mas, hacia la madrugada, los vientos fueron contrarios, se desató una furiosa tempestad, las olas se encresparon amenazantes y los discípulos, angustiados, creían que iban a perecer... cuando, caminando sobre las aguas, les llegó el auxilio: apareció el Señor.
    Este milagro de Cristo, de aquietar los vientos y las olas con el imperio de su voz, se registró en el ámbito meteorológico y en él quedó. Pero después, y muchas veces y ahora, la presencia de Cristo ha calmado peores tempestades en el vasto mundo interior de muchísimos hombres, angustiados, desesperados, sacudidos por esas tempestades llamadas crisis; a veces, crisis existencial; o crisis de fe, o de identidad; o, también, crisis ocasionadas por las mismas flaquezas de los hombres, que los han derrumbado en crímenes, en maldades, en pecados.  
    Hay crisis personales, y pocos podrán decir que no las han padecido; hay crisis familiares, muy dolorosas y de lamentables consecuencias, y hay también crisis colectivas.
    En esas horas --o tal vez días y días-- la luz no asoma, se pierde el rumbo de la vida, no hay brújula, se pierde la alegría, el amor a sí mismo, el amor a la vida.
     Esas tempestades no respetan edad ni cultura, ni condición social; pero siempre son más crueles con los jóvenes, porque los sorprenden inexpertos.

Las tempestades del tiempo

    No son éstas las que azotan los litorales en este cálido verano, con su cuota anual de víctimas, inundaciones y destrucción, sino otras, peores aún, en las almas de individuos, de grupos, de pueblos.
    Se siente ahora, dolorosa, una época de convulsiones, que conmociona en muchos aspectos la vida de los individuos, de la familia, de la sociedad.
    Muchos ya van convenciéndose, ante los fracasos, de que la sola fuerza de la razón humana no es capaz de poner en orden la sociedad y los intereses --casi siempre encontrados-- de los hombres.
    Los pacifismos engendran guerras. De las teorías de felicidad colectiva han surgido gobiernos totalitarios en los que, como es común, los débiles son sometidos y explotados por los más fuertes; las hábiles compañías publicitarias vendedoras de dichas pasajeras, con el conocido engaño de crear primero la necesidad y luego el satisfactor --algo así como primero la sed y luego el agua, o más claro: primero la enfermedad y luego el remedio--, por más que busquen y rebusquen ardides no lograrán hacer felices a las multitudes, pues “pan y circo” no dan sino pasatiempo, mas no felicidad.
     El hombre, aunque se le vea como una nada entre dos eternidades, en su exigua medida de alguien que pasa “como las naves, como las nubes, como las sombras”, lleva en su interior una chispa de eternidad, pues dentro del vaso de arcilla que es la envoltura corporal lleva la imagen de Dios; porque ha sido creado a imagen y semejanza de su Creador, y el destino de cada ser humano, después de su breve paso por el tiempo, es para encontrarse con quien es su principio y su fin: Dios, alfa y omega.
    Las tempestades de este tiempo son porque el hombre, los hombres, andan lejos de Dios.
    Los apóstoles, desesperados, llenos de espanto, a punto de ser devorados por las olas, con la presencia de Cristo --que llegó a ellos caminando sobre las aguas-- volvieron a sonreír, secaron sus lágrimas y, agradecidos, se postraron a los pies de su salvador.
    No se puede vivir, ni sufrir, ni gozar plenamente, ni morir, si no se está cerca de Dios.
    Así, a la luz de la fe y conjuntamente con la razón, se ha de buscar y encontrar la calma en las tempestades.

Tempestad en la Iglesia

     Es la barca de Pedro, sacudida por las olas, imagen viva de la Iglesia: divina y humana, sacudida --y muy sacudida-- en estos primeros años de este tormentoso siglo.
     El divino fundador, rodeado de pecadores, publicanos, mujeres públicas y algo así como los flacos, los débiles de la sociedad, congregó a esos mismos y con ellos nació su Reino, su Iglesia.
     Por eso también dentro de la barca de Pedro hay tempestades: serias crisis internas, desbandada de creyentes; dolorosa entre los jóvenes, que se esconden; dudas, rechazos, evasiones de los hombres, ante las exigencias de la fe.
    Hay también los que tienen miedo de encontrar a Dios y viven en un “ateísmo práctico”, secularización, materialismo.
    Un gran pensador, Hans Un Von Baltasar, definió a la Iglesia como “casta meretriz”. Santa por su fundador, por su doctrina, por sus nobles ideales, pero pública en cuanto a sus miembros.
    Es necedad apartarse de la Iglesia, ante el testimonio negativo, es decir, el antitestimonio de quienes han sido ocasión de escándalo; quienes se asustan son los que sólo ven el árbol podrido que con estrépito se ha derrumbado, y no tienen ojos para contemplar la multitud de árboles llenos de vida en la alegre frescura del bosque.
    A quienes se asustan les ha de decir el Señor como a Pedro: “Hombres de poca fe, ¿por qué dudaron?”.

No teman, soy yo

     La suma de toda esperanza humana está en Jesús, porque en el fondo todos los hombres aspiran a permanecer definitivamente en la vida, y Él es la vida.  
Al tener cerca al Maestro, los apóstoles desecharon sus temores.
     Así también la virtud teologal llamada esperanza, puesta en Cristo y sólo en Él, ayuda al hombre a no instalarse en los atractivos pasajeros como si fueran definitivos.
     La presencia de Dios en la vida del cristiano es transformación irreversible del universo.
     Al cristiano le toca buscar siempre a Cristo, singularmente en los momentos difíciles: en esas crisis personales, familiares o colectivas. La luz le será dada al hombre cuando reconozca su propia oscuridad.
     Sólo así se logrará la renovación del orden temporal: cuando Cristo esté presente, como en la barca.
    El cristiano herido, cargado siempre con el pecado y sus secuelas, tiene un único camino: estar lo más cerca posible del Señor, y así “por Él, con Él y en Él”, tener salud espiritual, tener vida.

“Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”

     Este pasaje del evangelio --narrado por San Mateo, testigo y parte de todo lo acontecido-- tiene los tres momentos clave: exposición, nudo y desenlace.
Primero, los discípulos, obedientes, se acomodaron en la barca para cruzar el lago; luego el nudo: la tempestad, la angustia, y finalmente el desenlace feliz.
Inspira también esta narración a un pensamiento profundo sobre el destino final del hombre.
     Viene al caso una anécdota. Visita el poeta Fr’ Asinello, autor del Romancero de la Vía Dolorosa, a los alumnos del Seminario Menor. En amena charla les contó su vocación por las letras, y ésta fue una de las muchas preguntas que le hicieron: “Y ahora, ¿qué hace?”. La respuesta sabia fue: “Me preparo para mi gran día”. “Y ¿cuál es ese gran día’”. “El día que me encuentre con Cristo, mi salvador”.
     Todo hombre es peregrino en un caminar sin alto ni retroceso, y el término es ese encuentro. Verse frente a frente ante quien dio su vida para la salvación de todos, y quien en ese momento es juez.
     Un gran final de la vida, un desenlace después de las tempestades, en la alegría de caer a los pies de Cristo y --ya no con la luz de la fe, sino con la visión de los bienaventurados-- exclamar como los apóstoles: “Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios”.

Pbro. José R. Ramírez            

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