Lunes, 13 de Octubre 2025
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Las cuchilladas del clima

No hay tapatío de cierta edad que no sepa que, en algún momento de finales del siglo pasado, el clima se echó a perder

Por: EL INFORMADOR

Los días templados en la capital jalisciense pasaron de canon a anomalía. EL INFORMADOR / F. Atilano

Los días templados en la capital jalisciense pasaron de canon a anomalía. EL INFORMADOR / F. Atilano

GUADALAJARA, JALISCO (01/MAR/2015).- No hay tapatío de cierta edad que no sepa que, en algún momento de finales del siglo pasado, el clima se echó a perder. Aunque era Cuernavaca la que ostentaba el mote de “la ciudad de la eterna primavera”, cualquier nativo de Guadalajara sabía que la descripción le encajaba mejor a su localidad que a ninguna otra y que la fama de Cuernavaca tenía más que ver con su condición de jardín añorado por los capitalinos que con cualquier clase de superioridad evidente. Claro: en toda memoria que se respete hay registros de tormentas, heladas, inundaciones, calorones, que rompen con la línea de serenidad. Pero el caso es que, excepciones aparte, Guadalajara tenía un clima benigno. No más: una de las conversaciones rituales que sostenemos cada día, en taxis, comercios, oficinas y escuelas, borda sobre las puñaladas traperas del clima.

Los 10 días en que el invierno se muestra más o menos riguroso, nos quejamos. Si caen dos lluvias en febrero, primero nos estrellamos unos contra otros (ni el Checo Pérez es bueno para manejar cuando llueve en esta ciudad) y luego nos quejamos. Apenas despunta el calor (ocurrió esta semana, luego de varias de fresquito) volvemos a quejarnos. Los días templados pasaron de canon a anomalía. Y no hay remedio: la ciudad triplicó (o cuadruplicó) su tamaño, el concreto llega ahora desde Chapala hasta el Bosque de La Primavera y el arbolado ha sido hostilizado o de plano exterminado en vastas áreas.

Resulta curioso, eso sí, que nos quejemos cuando la sensación térmica que nos acecha tiene que ver directamente con nuestras manías urbanizadoras. Guadalajara carece de nada que pueda ser descrito como skyline (si omitimos esa fealdad extrema que se ha dibujado por unos pocos condominios de lujo en la zona de Andares) y se caracteriza por ser casi puramente horizontal. Puede verse casi completa desde una azotea más o menos humilde. Digamos de un quinto o sexto piso. No hay edificios que tapen la vista.

Porque lo que todo tapatío desea es una casa de dos pisos rodeada de otras iguales. Por eso la ciudad se ha extendido sin fin en vez de elevarse, como suele suceder con las urbes de ciertas pretensiones. La Colonia Moderna o la Americana, que ya andan rascando o sobrepasan la condición de centenarias, comenzaron como suburbios. Ese proceso (huir del Centro hacia periferias cada vez más periféricas) se ha ido repitiendo. Por eso Guadalajara es una colección de fraccionamientos chaparros que van de Cajititlán a Tala sin ton ni son, y que, claro, cuentan con una cantidad mínima de espacios públicos —si dejamos de lado a esos Campos Elíseos locales que son las plazas comerciales—. Casa tras casa y calle tras calle, se nos olvidó que las ciudades no pueden funcionar con un corazón único. Nos parece natural que cada que un pelado quiera festejar algo, haya que cerrar Chapultepec o el Centro (decisión en la que no sólo influye la escasez de espacios colectivos sino nuestro inveterado clasismo, que hace que un promotor medio no quiera ni oír hablar del Parque González Gallo, el Montenegro o el de la Solidaridad como sitios de reunión masiva). ¿A quién le importa eso si nuestro instinto de lemmings indica que es urgente irnos a vivir tras las bardas de un coto? Es obvio que en una ciudad que se entiende como como una confederación de barrios amurallados, la solidaridad no tiene sitio.

Total: el clima se echó a perder en todo el planeta, a gran escala pero también en pequeño. Y en ese sofoco y horror que sentimos tan a menudo al circular por Guadalajara, sus habitantes tenemos una responsabilidad innegable.  

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