Lunes, 13 de Octubre 2025
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La murga urbana

La batalla de quienes detestamos el ruido indeseado está perdida

Por: EL INFORMADOR

Queda claro que para la mayoría de los ciudadanos el ruido y su caos no son una molestia sino algo cercano a un intenso placer.  /

Queda claro que para la mayoría de los ciudadanos el ruido y su caos no son una molestia sino algo cercano a un intenso placer. /

GUADALAJARA, JALISCO (30/AGO/2015).- Un amigo, que ha tenido problemas de oído en los años recientes, ha alcanzado un grado de sabiduría cercano al de un gurú oriental. Cuando se harta de la avalancha de ruidos de la calle, desliza la palanquita de su audífono y se sumerge en el silencio. Ya puede un vendedor ambulante tumbarle la puerta a golpes, ya puede un evangelista intentar colocarle su ideario celestial, ya puede uno que pide para un taco desgañitarse: mi amigo no los oye.

Tampoco escucha, claro, cosas tan potencialmente molestas pero necesarias como el teléfono. Por eso no lo hace siempre.

Yo, la verdad, en ocasiones lo envidio. La mañana de ayer, sin ir más lejos, sufrí toda una serie de atentados auditivos. Por ejemplo: una febril empresita de iluminación, cuya oficina se encuentra a menos 100 metros de mi ventana, decidió que sus ventas se dispararían mediante el sencillo método de colocar dos bocinotas con charangas horrendas a todo volumen, un cañón de luces y una edecán en minifalda que, armada de un micrófono petulante, se esforzó por dejarnos claro a todos los seres vivos en un kilómetro a la redonda que en su negocio había unas ofertas de campeonato. (Aquí me siento obligado a aclararles a las brillantes mentes publicitarias que han concebido este tipo de tácticas, que el ruido exagerado, en mi experiencia particular, apuntalada por la observación de lo que sucedió ayer, es que los posibles clientes escapan de esas inexplicables kermeses porque no es fácil revisar un catálogo ni conversar con un vendedor con una bocina gigante bramando en las orejas.)

Apenas se callaron los del negocio de iluminación, un automóvil compacto, propiedad de una empresa de servicios de comunicación digital, tuvo a bien estacionarse bajo mi ventana. Eran una cuadrilla de empleados que, me imagino, vendrían a instalarle o repararle los equipos a algún vecino. Para ello, les fue indispensable poner a ladrar a Vicente Fernández en el radio de su transporte, aunque para su mala suerte (y la mía) su trabajo consistía en meterse al fondo de un edificio de apartamentos y resulta improbable que pudieran oír al Charro de Huentitán hasta allá. Como sea, por ellos no quedó. Durante una hora exacta, escuché el repertorio de canciones bravías, románticas, desengañadas y hasta lloronas de Chente como si lo tuviera contratado para amenizar una taquiza en mi sala.

Como si se tratara de una caricatura, el relevo de don Vicente lo tomó un jovenazo que decidió llegar media hora antes al juego de basquetbol que pensaba celebrar y no encontró ocupación que ponerse a descifrar reguetones a viva voz mientras le abrían la cancha. Sólo pudo ser contenido por la aparición de sus amigos, quienes hicieron sonar los escapes de sus motos con tal frenesí que el reguetón se perdió del todo.

Alguien me dirá que a eso me expongo  (y nos exponemos todos) por vivir en una ciudad. Aunque las leyes y los estándares internacionales digan una cosa (básicamente que deberíamos bajarle a la música y reforzar muros y ventanas en caso de contar con maquinaria ruidosa), queda claro que para la mayoría de los ciudadanos el ruido y su caos no son una molestia sino algo cercano a un intenso placer.

La batalla de quienes detestamos el ruido indeseado está perdida. Por eso envidio a mi amigo y por eso considero seriamente la posibilidad de que abramos un concurso para encontrar soluciones domésticas y urbanas antes de que un ejército de sordos neuróticos salgamos a las calles con bates de beisbol y lanzallamas y ajustemos cuentas con los apóstoles del estruendo.

Tapatío

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