Miércoles, 15 de Octubre 2025
Suplementos | No sólo el equipo en los cines ha cambiado, sino también la cantidad de golosinas

La escala de las palomitas

No sólo el equipo en los cines ha cambiado, sino también la cantidad de golosinas que se pueden consumir

Por: EL INFORMADOR

Siempre soñamos con meter la cara en un mar de “chivitas” blancas, como Scarface en aquella famosa e inmortal escena suya. ESPECIAL /

Siempre soñamos con meter la cara en un mar de “chivitas” blancas, como Scarface en aquella famosa e inmortal escena suya. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (15/MAR/2015).- No tengo idea de cuál fue la primera vez que comí palomitas en el cine. Debe haber sido en los extintos cinemas “Gemelos” de la calle Lázaro Cárdenas (que, en aquel entonces y aquella altura, era conocida como Las Torres), porque quedaban muy cerca de donde mi familia vivía. Lo que sí recuerdo es que las palomitas eran servidas en unas bolsitas blancas con rayitas rojas, que deben haber pesado poco más o menos lo mismo que un empaque común de papas fritas.

Al paso de los años las salas en el modelo de “Gemelos” (o en versión sencilla, como los cines Del Bosque o el Chaplin) murieron para dar paso a complejos de dos pisos y 10 o 15 pantallas distintas y a salas “VIP” con sillones de imitación piel. Los empaques de palomitas crecieron en esa misma proporción colosal. La última vez que fui al cine ya era posible comprarlas en una cubeta no demasiado diferente de la que uno usa para enjuagar el trapeador. Es decir, en vez de 200 gramos, uno puede devorarse tres o cinco kilos en una película.

No creo que las palomitas dichosas (algunos esnobs les dicen “rosetas”, pero yo prefiero el término técnico por excelencia del tapatío: “chivitas”) hayan mejorado sustancialmente en el cuarto de siglo transcurrido entre un punto y otro. Siguen siendo saladas, sigue topándose uno con “chivitas” pegadas entre sí o achicharradas. Pero son tantas (incluso en sus presentaciones menores exceden de plano a las viejas bolsitas a rayas) que hay quien termina convencido de que hizo un negociazo al comprarlas, aunque la cubeta y el consecuente refresco grande (de un litro) le hayan salido al doble del precio del boleto que pagó para entrar al cine.

Un tío consentidor que quiera llevarse de paseo a la sobrinada, por ejemplo, puede terminar arruinándose entre los boletos 3D y la tonelada de palomitas y refrescos a precio de whisky en las rocas, o haciendo el papelón de un tacaño si insiste en limitar el consumo de “chivitas” a alguna medida más o menos razonable. Incluso llevar al cine a la pareja termina saliendo, a estas alturas, más o menos al mismo precio que llevársela a cenar y pedir un vinito.

Alguien dirá que también las pantallas crecieron, y que el equipo de sonido, las butacas de las salas y, por tanto, los gastos de los cines aumentaron exponencialmente. No lo dudo, aunque hay que recordar que las pantallas de la época de los “Gemelos” eran una reducción al absurdo de los grandes espacios de exhibición de los años cincuenta y sesenta. Y que, aunque es verdad que los cines actuales tienen mejores instalaciones que los de 1980, para cualquiera que haya tenido la oportunidad de ir a un cine en el extranjero queda bastante claro que nos cobran muy caro por un equipo que ni siquiera es el mejor posible. Y no resulta un consuelo que pase lo mismo con servicios como la televisión por satélite o cable o la telefonía celular. Vaya: pagamos carísimo por cosas que a un gringo o europeo le salen más baratas y con mejor calidad.

Claro: si nuestro apetito es descomunal, tenemos la opción de engullirnos varios kilos de palomitas de una sentada y llevarnos a casa la cubetita con una calcomanía alusiva a la película. Así, cuando debamos responder por nuestra diabetes ante el médico, podremos decirle que las bolsas a rayas de nuestra infancia nos parecían frustrantes, por diminutas, y que siempre soñamos con meter la cara en un mar de “chivitas” blancas, como Scarface en aquella famosa e inmortal escena suya.

Tapatío

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