Jueves, 09 de Octubre 2025
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La Laguna de Bacalar en el lejano Sur

Sol. Arena blanca. Palmeras. Tules. Manglares. Silencio. Paz y… nada

Por: EL INFORMADOR

Los colores de los mil y un azules cambian a cada instante con las sombras de las nubes al pasar. EL INFORMADOR / P. Fernández

Los colores de los mil y un azules cambian a cada instante con las sombras de las nubes al pasar. EL INFORMADOR / P. Fernández

GUADALAJARA, JALISCO (16/NOV/2014).- Mientras viajábamos sin rumbo por las carreteras de Quintana Roo, no muy lejanas a la frontera con Belice, no dejaba de llamarnos la atención la Laguna de Bacalar.

Los brillos y reflejos azules que veíamos desde la carretera, nos atraían como espejismos tentando nuestros ánimos de viajeros y nuestros sentimientos románticos.

—De seguro habrá algún lugar donde nos puedan recibir— comentábamos bajando la velocidad.

En un pequeño hotel llamado “Los Aluxes” que se veía atractivo y hospitalario no nos pudieron hospedar porque estaba ocupado por artistas, directores y camarógrafos del equipo que filmaba una llorosa y atormentada telenovela de las de siempre.

—Ni modo— dijimos.

Sin embargo, como el nombre mismo del hotel nos había traído a la memoria los pequeños duendecillos de los mayas que se la pasan haciendo travesuras a diestra y a siniestra, nos latió que el habernos dejado sin cuarto en ese hotel era una más de sus diabluras. Pero como somos partidarios de las bromas y de los duendes, nos latieron las buenas vibras de que algo mejor nos tendrían reservado en algún otro lugar.

Seguimos nuestro camino...

En la carretera… nada…

Pareja, limpia, recta… nada...

Un letrerito chiquito de madera, colocado tímidamente entre unas piedras, ejerció tal atracción sobre nosotros, que supusimos que había sido puesto ahí por los aluxes (alushes).

El consabido freno, palanca, volantazo —y reversa en este caso— nos dejaron sobre una brecha polvorosa al lado del pequeño trozo de madera en donde estaba trabajosamente labrada la palabra Akal’ Ki.

Cien metros adelante un portón de madera nos cerraba el paso. Una cara amodorrada y despeinada sobre un redondo cuerpo yucateco envuelto en una guayabera percudida y muy planchada, desde su guarida nos lanzó con la mirada y sin hablar, la habitual pregunta de … ¿Qué queren?...

—Pos entrar pa’dentro— contestamos con enjundia.

Qué hacer?... lo de siempre. Cara familiar de “!aquí stoy!”. Cara familiar de “¿!quiubóle como stas!?”.
Cara familiar de “¿!no te acuerdas!?”. Cara familiar de “!ándale, háblale a tu jefe y dile que ya llegamos!”

—Pérenme— dijo, mientras se acercaba el teléfono a una oreja, mientras se espantaba un zancudo de la otra.

—Oiga, quesque aquí está un tal Pedro Fernández que quere entrar— oíamos que le decía a alguien.
El portón se abrió —quizás por obra y gracia de los aluxes— y por la terregosa brecha y un par de kilómetros adelante … ¡no podíamos dar crédito a lo que los pequeños duendecillos nos tenían preparado!

Cabañitas naturales. Laguna azul de mil colores. Sol. Arena blanca. Palmeras. Tules. Manglares. Silencio. Paz y… nada.

La delicia de la nada se sentía en el ambiente...

La cordial recepción fue más efusiva y tranquilizadora que si hubiera llegado mi tocayo el súper conocido ídolo de la pantalla. José Ramón Campo: ojo azul, pelo cano, chancletas, guayabera, collares de semillas y un poco de acento español, era quien nos daba la bienvenida.

La laguna blanca, azul, ¡azulísima!, morada y verde, chocaba contra un cielo blanco, azul, morado, azulísimo y verde, que haciendo un todo envolvía las pequeñas cabañitas que tímidamente pisaban —sobre zancos— la arena blanca tapizada de conchas y caracoles por donde navegaban pequeños pececitos casi tan transparentes como el agua.

—Queremos que nos rentes una cabañita- le dijimos con timidez, afrontando el temor de que por algún motivo nos negara el estar por algunos días en aquel paraíso. La frase de… ¡por supuesto! que recibimos como respuesta, sonó más musical de lo que alguien imaginaría.

Con amabilidad y sencillez nos acompañó hasta una pequeña cabañita sobre la laguna, en donde una gran cama tendida con blancas sábanas y dosel de manta de cielo, descansaba sobre el impecable piso de madera pulida. Un echadero con almohadas a rayas se asomaba en la terraza —igualmente de madera— desde donde, dando unos pasos se podía descender hasta el agua cristalina de blanquísima arena de aquel (aunque suene cursi) paraíso que quizá los aluxes nos habían tenido preparado.

Un día pasaba… y el otro y el otro… y la hospitalidad de aquella reserva llamada Akal’Ki por ningún motivo quería dejarnos ir, (¡que coraje!).

La laguna cambiaba de colores con las pequeñas nubes que pasaban. El agua, que estaba al pié de la cabaña nos invitaba a pisar las arenas blancas y esponjosas. Los pequeños pececitos que hurgaban nuestros pies, parecían decirnos… “no te vayas”.

Y nosotros, día tras día… sabiamente les hacíamos caso.

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