Felicidad empieza con fe

A través de los siglos, los millones y millones de seres humanos que han transitado por este planeta han sido siempre buscadores de felicidad. La persiguen de una forma o de otra; siempre van tras ella, aunque muchas veces la confunden con satisfacciones pasajeras, o con otro tipo de complacencias que no logran llenar ese deseo de felicidad que vive latente en cada corazón.

     La felicidad es un concepto que difiere mucho de la realidad externa, y hay ocasiones en que cada persona se forja o se inventa un ideal de felicidad que no siempre es el acertado, y de allí que se originan infinidad de frustraciones.

Jesús habla de felicidad

     El Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es todo un tratado de felicidad que nos muestra un camino verdadero, infalible, en el cual, siguiendo sus pasos, podemos encontrarla.

     Ciertamente para poder entrar en esa dinámica divina es necesaria, como primera condición, la fe. Si no creemos lo que el Señor Jesús nos dice, si ponemos en duda cada una de sus palabras, va a ser muy difícil que podamos lograr la fe y vivirla.

     La fe es como el aire que respiramos, indispensable para vivir, aunque no lo vemos, no podemos atraparlo, pero nos envuelve. Así pues, sin fe es imposible dar el paso a otros niveles de la vida.

Jesús nos ofrece la felicidad

     La fe no es una actitud de tonta credulidad, no es decir sí a todo sin analizar y estudiar; es necesario conocer bien de qué se trata.

     La fe en Jesús se basa en conocer a fondo su Evangelio, en vivir su amor y sentir cómo su presencia influye en las realidades concretas de nuestra vida, en nuestro ser y hacer.

     Es un hecho: fe y acción son correlativas. No podemos decir que creemos en el Señor Jesús y hacer cosas que van contra de sus enseñanzas.

Jesús nos da la felicidad

     Quien no tiene fe, es como quien va andando sin camino, como quien viaja a la deriva y sin destino.

     La fe se desenvuelve desde niveles muy elementales, y progresa hasta llegar a los ámbitos más espirituales, en donde entramos en silencio y con esa actitud de adoración que nos hace exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Vivimos y practicamos la fe en familia

     Para que ese concepto de fe arraigue en la vida, es necesario que sea cultivada desde la más tierna infancia primeramente en casa, en familia.

     Si los niños pequeños ven que su padre o su madre mienten, no podrán creerles y su sentido innato de fe se debilita; la semillita que Dios ha puesto en su corazón, no podrá germinar y mucho menos dar fruto.

     Si decimos a nuestros hijos que es importante portarse bien, y muchas veces hasta los castigamos por mal comportamiento, y luego ven en nosotros fallos evidentes, es un hecho que estamos saboteando con ello la fe que apenas empieza a crecer.

     Si les exigimos que cumplan sus deberes, que hagan bien sus tareas y lleguen a tiempo a la escuela, y luego el ejemplo que ven es que los mayores hacemos todo lo contrario --incumplidos en el sostén de la familia y holgazanes en el trabajo; que inventamos excusas o llegamos siempre tarde y los varones con signos evidentes de embriaguez; que usamos en casa lenguaje soez; que somos violentos con la esposa y los hijos--, va a ser desde todo punto de vista imposible que los chicos lleguen a creernos lo que decimos, si no lo ven reflejado en nuestras acciones.   

La fe es la primera necesidad para el ser humano     

     Y desde luego, la fe es la primera condición para ser felices. No podemos pensar en una felicidad consistente, sin una fe luminosa y bien enfocada.

     Es necesario creer en el aspecto humano para poder creer en Dios, y es necesario creernos a nosotros mismos, para poder decir que tenemos una fe hermosa, donde puede afianzarse la auténtica felicidad.

     Porque ser felices no es cuestión de contentillo; no se trata de darnos todos los gustos o de que todo el mundo nos complazca.

     La felicidad nace, germina y vive en el corazón donde hay una fe verdadera, capaz de hacer frente a todos los vaivenes de la vida.

María Belén Sánchez  fsp