Lunes, 13 de Octubre 2025
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El problema de marcharse

Hay mudanzas, claro, que revelan una súbita o trabajada prosperidad

Por: EL INFORMADOR

Hay, en mi expediente, toda clase de inconvenientes relacionados con las mudanzas. ESPECIAL /

Hay, en mi expediente, toda clase de inconvenientes relacionados con las mudanzas. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (17/ABR/2016).- Una mudanza de domicilio puede ser traumática si comienza, por ejemplo, cuando nuestras pertenencias se encuentran desparramadas de cualquier modo en la banqueta porque hemos sido desalojados (los vecinos nos miran desde atrás de sus cortinajes con alguna sorna; los actuarios, implacables, siguen echando sillas y ropa a la montaña de objetos apilados en la calle; algún niño llora estrepitosamente a la distancia aunque no tengamos hijos; un horror, en fin, digno de una película del neorrealismo italiano). Pero también puede ser una noticia estupenda.

Sin ir más lejos, cuando algún vecino muy nocivo (uno de esos asnos que consideran que no hay problema si ponen la música a todo volumen a las tres de la mañana y en jueves, o le pegan de arrancones a su auto durante cinco horas cada día, porque para eso el destino los hizo todos unos campeones) decide largarse a otra parte y la vida recupera un poco de serenidad y sentido. Mi experiencia en el ramo es muy dilatada. Hasta el momento me he mudado diez veces en la vida (y estoy tocando madera para que no haya muchas más ocasiones). También he ayudado a consumar las mudanzas de algunos amigos.

El resultado más contundente de esas experiencias es una lastimadura lumbar (que se produjo el día en que, por accidente, a un par de ingenuos nos dejaron caer encima la lavadora que habíamos “volado” con unos mecates a través de la azotea de un patio, porque no cabía por la puerta) y un anecdotario propio de una novela de horror.

Hay, en mi expediente, toda clase de inconvenientes relacionados con las mudanzas: camiones de transporte que no caben en la calle en la que deben entrar o en el estacionamiento de los departamentos minúsculos a donde llevan su carga; caseros que avisan que no hay contrato de energía eléctrica vigente en el momento preciso en que entregan las llaves a los inquilinos; estanterías de madera carcomida que se derrumban bajo el peso de los objetos que se colocan sobre ellas; cargadores que se olvidan de llevarse libros y plantas ya embalados “porque eso para qué sirve”… tropezones así.

Cada cual tendrá su propia historia de horror. Hay mudanzas, claro, que revelan una súbita (o trabajada) prosperidad: la de esa gente que se cambia a un espacio mayor, a una vivienda nueva y reluciente y a la que se le queda abierta la boca, de pronto, ante su propia buena fortuna, representada por el jardincito, los muebles recién traídos de la tienda, los flamantes acabados de madera, piedra, vidrio y metal. Por lo contrario, me temo que es mucho más común que la gente se cambie para empeorar: espacios que se reducen y oscurecen y distancias hacia los centros de trabajo y las escuelas que aumentan en aras de un alquiler más barato… En esa categoría entran, además, lo mismo la mudanza triste e inevitable de una divorciada (o divorciado) que las de quienes son embargados y desahuciados.

Otras mudanzas son digamos que más horizontales, en las que no necesariamente se pierde o gana, sino que se escapa hacia adelante y se cambia de vida: las de los jóvenes que se emancipan (y se marchan de la casa familiar e incluso se trasladan de ciudad o país) por motivos laborales o escolares se encuentran en esos terrenos; también las de esas parejas que, haya habido o no de por medio matrimonio y festín, deciden irse a vivir juntas. Esas tienen siempre una nota de esperanza, claro. Aunque nada los salvará, por supuesto, del fastidio inmenso de mudarse. Ni de la posible lesión lumbar.

Tapatío

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