Suplementos | Navegábamos hacia una -supuesta- isla paradisíaca llamada 'Iguana' El archipiélago de Kuna Yala Navegábamos hacia una -supuesta- isla paradisíaca llamada 'Iguana' Por: EL INFORMADOR 12 de junio de 2016 - 00:34 hs Elegante. Una bien vestida mujer Kuna-Guna exhibe su arte en las Molas que con orgullo cuelga en la pared. EL INFORMADOR / P. Fernández Somellera GUADALAJARA, JALISCO (12/JUN/2016).- Aunque la mar estaba en contra, el pulso de nuestro amigo Freddy en el acelerador del potente fuera de borda que rugía furioso, no cedía ni por mal pensamiento ante las insistentes olas, que una tras otra se empeñaban en golpear la lancha en que navegábamos hacia una -supuesta- isla paradisíaca llamada “Iguana”. Los que iban cerca del motor, entre la incomprensible conversación a gritos y la emoción de llegar al paraíso prometido, el sólido golpeteo de las olas contra la proa pasaba a segundo término. En cambio los que íbamos adelante, con el ventarrón que nos arrancaba los sombreros, el oleaje que bañaba nuestras humanidades atosigadas por los salvavidas, y las duras bancas que cruelmente nos nalgueaban los traseros a cada ola, no teníamos la sensación de viajar en primera clase. A la hora y media de aquella tortura que tratábamos de olvidar, contemplando el panorama de tarjeta postal que divisábamos en la lejanía, llegamos a la pequeña islita de blanca arena de coral que desde hacía rato divisábamos. Lógicamente nos aproximamos por el lado de barlovento, en que la marejada nos acercaba a la pedregosa orilla donde no existía remedo alguno de muelle o algo parecido. En una maltrecha cabaña que fungía como oficina, cocina, comedor y bar a la vez… tres despistados kunas nos ayudaban con las empapadas mochilas mientras, detrás de un desvencijado mostrador un arrogante kuna-mestizo llamado Naly, blanquito, de lente oscuro, bigote cultivado y una pierna más corta que la otra, con su apellido paterno “Williams” tatuado en la espalda, en un húmedo y arrugado cuaderno se dedicaba a apuntar en una página completa los nombres de los desembarcados, dejando un amplio espacio para ahí anotar los consumos que surgirían durante nuestra estancia. Como en la isla no hay agua dulce ni para remedio, las botellitas de agua -oro molido- serían quienes ocuparían la mayor cantidad de renglones. Freddy, chaparrito y con rasgos marcadamente kunas, era el encargado de asignarnos una de las cinco cabañas existentes... La primera, montada en palafitos, tenía sólo uno de los tres escalones que le correspondían. De las cuatro camas de tablas desvencijadas que apenas cabían en la habitación de hojas de palma tejida, solo dos de ellas tenían colchón. Las de los lados, con sus tablas molachas, seguramente estaban ahí a manera de bodega. El viento que entraba por la ventana-sin-ventana, era mitigado con el retazo de una florida y vieja sábana clavada al derredor. Un foco pelón y retorcido, sostenido tan solo por el cable en donde estaba enchufado, colgaba del techo, balanceando nuestras sombras al compás del ventarrón. ¡No se vale esto! Gruñí para mí mismo. Cual energúmeno salí disparado a averiguar un poco más de la isla. Descubrí que mas allá había otra cabaña un poco menos desvencijada, que al menos tenía dos escalones en la entrada; y aunque la puerta no existía, tan solo había dos camas que dejaban un poco más de espacio. Un troncón de palma hacía las veces de buró. Sin averiguación tomé mis mochilas y me posesioné de este nuevo lugar. Como no existía ninguna silla ni algo parecido, incursioné en la cabaña junto al comedor, en donde me encontré a un muchachito kuna ¡sentado en cuatro sillas de plástico apiladas! Como nunca había él recapacitado en este hecho, al pedirle que me prestara solo dos de las sillas, con azoro accedió a mi solicitud, incluso ayudándome a llevarlas a mi “nueva” cabaña. -¿Cuánto mide la isla?- pregunté a los nativos reunidos alrededor del bar (decorado ya al atardecer con un viejo y destartalado anuncio luminoso de “Cerveza Corona”) y, para mi sorpresa, nadie había tenido la inquietud de averiguarlo. Ciento veinte pasos a lo largo, y ciento veinte pasos a lo ancho, fueron los que pude medir en esa pequeña isla en donde un grupo de nativos (solamente kunas) se dedican a “recibir huéspedes”. En Kuna Yala, nadie puede trabajar ni poseer tierras si no es legítimo (o mestizo) kuna. Tradición y derecho que está vivo y vigente hasta la fecha. En ese pequeño reducto de arenas de coral tuvimos la suerte de vivir y convivir con ellos unos cuantos días. Ciento veinte pasos de arena, con treinta y dos palmeras, en donde no hay nada que hacer, mas que meditar, dar vueltas a la isla y disfrutar de las vistas de las islas lejanas perdidas en el impresionante mar azul. Platicar (a veces a señas) con los kunas; comer (por cierto bueno y abundante) y dormir (atrancando la puerta para que no te lleve el viento) y, ¡eso sí!, ir en la panga hasta un impresionante lugar en donde en un círculo de unos cincuenta metros de diámetro, el azul zafiro del agua se convierte en blanco y cristalino, en donde a sólo un metro y medio de profundidad, está lleno de estrellas de mar rosadas que (con cuidado y sin sacarlas del agua) es posible tomarlas en la mano, para disfrutar de un nuevo pedacito viviente del bello planeta en que vivimos… ¡y que debemos de cuidar! Maravilla es visitar el Archipiélago de Kuna Yala pero, eso sí, habrá que ir (como en todos los viajes) anímica y mentalmente preparado para la ocasión, y para el lugar a donde vas. vya@informador.com.mx Temas Pasaporte De viajes y aventuras Lee También Un viaje por el tiempo en Cuitzeo, Michoacán Abrazo otoñal en la Riviera Nayarit Pasaporte: la vocación de contar el mundo Cuatro imperdibles para tu primera visita a Madrid Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones