Martes, 14 de Octubre 2025
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El PRI de Peña

El tricolor adopta la forma del presidente en turno, para luego traicionarlo el próximo sexenio

Por: EL INFORMADOR

Peña Nieto inaugura la etapa de la mayor dicotomización política que conocemos en el México contemporáneo. SUN / ARCHIVO

Peña Nieto inaugura la etapa de la mayor dicotomización política que conocemos en el México contemporáneo. SUN / ARCHIVO

GUADALAJARA, JALISCO (15/MAY/2016).- El artículo primero de los estatutos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) lo definen como: “Un partido que se inscribe en la corriente socialdemócrata”. Como lo señala el doctor en Ciencia Política del Colegio de México, Rogelio Hernández: nadie en el PRI sabe cómo se come eso. Los 12 años en la oposición, extraviaron al PRI. Las pugnas internas fueron tan severas que el partido obtuvo su peor resultado en las elecciones de 2006 (21.6%, tercera fuerza nacional). Tuvo que llegar una pacificadora innata como Beatriz Paredes para reconstruir el partido, tejer los consensos perdidos y emprender rumbo de vuelta a Los Pinos en 2018. Hoy Beatriz Paredes despacha desde una solitaria embajada en Brasilia. Sin embargo, sin ella, o sin nombres propios como el de Manlio Fabio Beltrones o Emilio Gamboa Patrón, dificilmente entenderemos el resurgir del tricolor en los comicios de 2009.

Así, desde la nueva casta de gobernadores, el PRI encontró a ese líder que los sacó de la orfandad. Como en los viejos tiempos, el priismo se alineó sin matices a un poderoso gobernador del Estado de México llamado Enrique Peña Nieto. Se acabaron las guerras fratricidas y el partido recobró la disciplina de antaño. Peña Nieto obtuvo poco más de 38 puntos porcentuales, lo que fue suficiente ante la división del antipriismo. La campaña fue el prólogo de una Presidencia que estaría marcada por la polarización. Peña Nieto inaugura la etapa de la mayor dicotomización política que conocemos en el México contemporáneo. Las encuestas demuestran que, a diferencia de sexenios anteriores, ahora el país transpira profusamente la polarización entre el priismo que respalda a ciegas a Peña Nieto y el antipriismo que lo machaca sin contemplación. Unos aplauden todo, los otros cuestionan cualquier decisión. Antes, la opinión pública daba ciertos beneficios de la duda, ahora es implacable. Por ello, no extraña que el Presidente roce los niveles de aprobación más bajos de la historia de la democracia en México. A Peña Nieto, sólo lo respalda el priismo, el resto se ha esfumado.

En este contexto, Peña Nieto se ha reafirmado como el irrefutable líder del priismo. Una paradoja alimenta la postura del Presidente: realmente débil hacia afuera, pero nunca más fuerte hacia adentro. Como jefe máximo, el mexiquense acumula victorias electorales que respaldan su apuesta de partido. En su peor momento, tras los escándalos de Ayotzinapa, la Casa Blanca y otros, Peña Nieto consiguió, con sus satélites -Panal y PVEM-, la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. El segundo mejor resultado electoral obtenido por un Presidente en funciones en elecciones intermedias (sólo detrás de Carlos Salinas y su carro completo en 1991). Y en 2016, todo indica que el PRI obtendrá sendas victorias en al menos ocho de los 12 estados en juego y, luego de una desastrosa gestión de Javier Duarte, ha logrado cerrar las encuestas en los comicios de Veracruz, un jugoso padrón de 5.6 millones de electores. El Presidente podría llegar a los comicios de 2018 con una herencia electoral inimaginable: entre 20 y 22 gubernaturas, 1500 municipios, mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y una amplia mayoría simple en el Senado. Es cierto, el Peña Nieto gobernante ha sido una decepción bajo cualquier óptica, sin embargo el Peña Nieto líder político ha cosechado resultados inobjetables.

Otra herencia del peñanietismo es la erradicación de cualquier viso de oposición partidista. El PAN y el PRD se encuentran extraviados, sin saber cómo competirle al PRI y poniéndose de acuerdo para en coalición, postular a candidatos con marcada raigambre priista -Miguel Ángel Yunes, por ejemplo-. Cuando estalló la crisis de la Casa Blanca, ¿Dónde estuvo la oposición? ¿Por qué callaron cuando el secretario de Hacienda caía en problemas de conflictos de interés? ¿Qué dijeron de Ayotzinapa? El Pacto por México, si bien significó un salvavidas oportuno para los Chuchos y Gustavo Madero, tuvo como corolario la desarticulación crítica de la oposición. El Pacto por México no sólo acordó reformas, también acordó silencios.

Ante esta realidad, la mesa de 2018 parece estar puesta para que el PRI y Andrés Manuel López Obrador vuelvan a disputarse la silla. Ambos disfrutan de la confrontación. El PRI sabe agitar el miedo ante la posibilidad de que el “populismo” se haga con Los Pinos. El “Peje” por el contrario, siempre buscó un referéndum que lo enfrente al PRI y le ayude a cohesionar el voto anti-PRI.

En este contexto, en el partidista, Peña Nieto ha hecho una profunda transformación del PRI. Más que una profunda transformación, diría que el Presidente se refugia en el pasado para enfrentar el futuro. El mexiquense recurre a las viejas formas perdidas durante más de una década. Peña Nieto sabe que el tricolor difícilmente alcanzará, en un entorno fragmentado como el actual, un porcentaje de apoyo de más de 40%. En 2012, rozó su techo electoral (38.5%). Y en la elección de 2015, si le retiramos el voto del Verde y el Panal, el PRI obtuvo 29 puntos. Los resultados en escaños fueron sorprendentes, pero la cifra es la más baja obtenida por el tricolor en una elección intermedia.

El PRI de Peña Nieto recuperó la potestad del partido. En claro diálogo con los gobernadores, pero tanto Pedro Joaquin Coldwell, como César Camacho y Manlio Fabio Beltrones, han gozado de la anuencia presidencial para reconstruir los tentáculos operativos y políticos de la dirección nacional. Se acabó la era de los virreyes omnipotentes que se salieron de los cauces institucionales. Los gobernadores que se han desmarcado del CEN del PRI y de las directrices de la Presidencia, han recibido severos correctivos. Peña Nieto conoce de sobra lo que significó el PRI de los barones estatales. Él, naturalmente, es producto de esa tendencia centrifuga que dejó la derrota presidencial del 2000. Así, durante el peñanietismo, los gobernadores mantienen intacta su soberanía para definir lo que sucede en la política local -mientras no generen problemas de gobernabilidad- y a cambio se subordinaron al proyecto peñanietista y la conducción electoral irrestricta de los órganos del partido. En unas entidades supuso mayor conflicto que en otras, pero lo cierto es que ahora los gobernadores se encuentran domados por el poder del centro.

De la misma manera, el peñanietismo supuso la erradicación de cualquier gota de ideología partidista. Es de todos sabidos que el PRI fue durante décadas un instrumento funcional del Presidente. Por supuesto que fue más que eso, pero no olvidemos que esta función instrumental fue de vital importancia. El partido se transformaba de acuerdo a las necesidades del proyecto presidencial en turno, para ello el PRI tenía que ser un jarrón vacío que se podía llenar con ideas muy disímiles, incluso contradictorias. Tomando conceptos como el de Guillermo O’Donnell o el de Juan Linz: el PRI tenía una mentalidad, originada en el nacionalismo revolucionario, pero que sólo servía de justificación histórica y de legitimidad para gobernar. La maleabilidad ideológica siempre fue funcional para un régimen. La alianza de sectores, clases y organizaciones le permitió al PRI ser un partido que tomaba ciertas ideas en un sexenio y podía tomar otras radicalmente distintas en otro. La maleabilidad del PRI se rompió con la derrota del 2000. La huida de los tecnócratas provocó que en el partido se quedaran “los duros”. Por ello, durante los gobiernos panistas, el PRI se opuso a todo lo que supusiera enfrentarse al credo nacional revolucionario: nada de IVA a alimentos y medicinas; impensable abrir el sector petrolero a la competencia, y menos una reforma educativa que lastimara a los sindicatos. Así, durante el periodo de Calderón, y bajo la presidencia de Beatriz Paredes, el PRI hizo del obstruccionismo su camino para volver a Los Pinos. Se opuso a todas esas reformas, que luego impulsó con Peña Nieto. Así, como instrumento de la Presidencia, el PRI vuelve a su carácter no ideológico, y las reformas a los estatutos al comienzo de la Presidencia del mexiquense es un indicativo de esta deriva.

Una tendencia más del PRI peñanietista es el refugio, sin matices, en el electorado duro del partido. Los resultados de los comicios de 2015 nos demuestran que el tricolor abandonó el voto urbano (perdió en todas las grandes ciudades: Guadalajara, Monterrey, Ciudad de México, Aguascalientes, Tijuana, Morelia), no lucha por las clases medias -que castigan al partido por su gestión económica- y tampoco hacen mucho por el electorado con altos niveles de educación. Las encuestas demuestran, tras los comicios de 2015, que el voto del PRI se concentra en los segmentos de rentas bajas, con educación máxima de secundaria, entre los hombres y en espacios rurales. La transversalidad de Peña Nieto como candidato se agotó y ninguno de los presidenciales parecería tener un alcance distinto. Asimismo, el votante independiente (aquel que no se identifica con ningún partido) es cada vez es más antipriista: de acuerdo a las encuestas tres de cada cinco nunca votarían por el tricolor. Una tendencia que tendría que preocupar en Los Pinos, ya que este segmento electoral rozará el 60% en 2018.

La sucesión presidencial ya comenzó en el PRI. No hay muchos tapados, y la vieja frase de “el que se mueve no sale en la foto”, es parte de la historia. Aurelio Nuño, Miguel Ángel Osorio Chong y hasta Luis Videgaray no esconden sus intenciones. Y que lo hagan público es sano, la secrecía es característica de los regímenes autoritarios. Peña Nieto ya decidió una sucesión, la de 2011 en el Estado de México. Eligió a Eruviel Ávila como candidato a la Gubernatura del Estado de México, a pesar de que en la terna estaban políticos de su círculo cercano como Alfredo del Mazo o Luis Videgaray. La decisión fue la acertada: Ávila conquistó la gubernatura con más de 60% de los votos. No me queda duda, entre escoger a un amigo o apostar por quien está arriba en las encuestas, Peña Nieto siempre optará por la segunda alternativa. Será su última decisión política de relieve, un asunto que le compete única y exclusivamente al Presidente, dentro de la mitología que envuelve al PRI. Vaya con uno o con otro, lo cierto es que Peña Nieto recuperó al PRI como maquina electoral competitiva, le devolvió su instrumentalidad y domó a los gobernadores. En un escenario fragmentado de cara a 2018, el PRI tiene su apuesta: movilización y voto duro.

Tapatío

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