Miércoles, 15 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (23/OCT/2010).- Tiempo. El aire frío cede: a mediodía la temperatura vuelve a poner en escena los calores de meses atrás. En la noche, el cielo es borroso. Sólo la pantalla de la computadora reproduce, con toda exactitud, las invisibles constelaciones. Luego aparece la luna de octubre e impone su plateado dominio. Vuela el tequila bravío como un pájaro gozoso, irrevocable.
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México. El fluido de la ciudad se espesa, se hace casi imperceptible, se coagula. En cada receptáculo móvil, colectivo o privado, la crispación crece, se vuelve insoportable. Un microbús, atestado, entra en pánico: invade el carril contrario, bamboleándose avanza unos metros, se atasca con un violento frenazo; con este sagaz movimiento logra hacer aún más ciego el nudo del crucero. Varios coches lo imitan, se forman atrás de él. El cuico de guardia se ríe nerviosamente y opta por retirarse a la banqueta a comentar con el señor de los tacos algo que tiene seguramente que ver con la insensatez humana, o con el partido del domingo. Es viernes de quincena y, proverbialmente, a todo mundo se le ofrece hacer algo. Sin embargo, por esa indescifrable química de la circulación citadina, esta vez es peor que nunca. La ciudad se perfora, se socava, se traga a sí misma. Se abre un portón, dos locomotoras oscuras cruzan la calle con un trepidar sordo. En una ventana alta una muchacha se peina. Pasan las horas, los aviones se van, la ciudad gira.
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La inminencia. Albert Camus dedicó una obra deslumbrante al tema: se llama La caída. La de Ícaro, la del hombre que acata fatalmente los principios divinos. Parte del relato sucede en México. Constataciones inmediatas y contundentes de este permanente transcurrir al filo de la navaja, al borde de la gravedad impasible y artera. Una estrella en la frente, un trazo lineal y quebradizo, distingue a los blade runners. El ulular de la sirena que avanza a tumbos por el Viaducto. Las agujas, los hilos, el sonido del cráneo al aire al ser rozado por el metal. Antes, la inmediata, anónima compasión de la gente. Blood on the tracks, el golpe de sangre, la inminencia: caminamos, siempre, al borde. Desde una terraza tapatía, luego, el bautismo de la herida con el infalible tequila, con el imbatible cariño de los amigos, con la sonrisa inmutable de la muchacha del pelo rojo.
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Hablar de arquitectura. Durante dos días de esta semana, en el auditorio Pedro Arrupe del ITESO, varios arquitectos expusieron ante un numeroso contingente de estudiantes y maestros sus acercamientos, plurales y diversos, a la arquitectura. Las jornadas llevaron el título de “Hecho en México”. Quizá lo más grato del acto, agradecible en sí mismo, fue la lectura de las preguntas que a cada expositor dirigieron los estudiantes. Sensatas, certeras, claridosas. De mucho provecho fueron también, por el hecho mismo y su manera de desarrollarse, las sesiones de taller en las que los alumnos exponían a la crítica de los ponentes y de otros maestros, sus propios trabajos en curso. Nunca será suficiente el esfuerzo desplegado para iluminar el fragoso campo de la arquitectura y sus vericuetos. De ella depende demasiado. Por lo alto del auditorio, imperceptible y potente, la de la mirada que incandesce se pasea, ajena e inmediata.
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El último número de Biblioteca de México conmemora los 100 años del nacimiento de José Lezama Lima y el medio siglo transcurrido desde la muerte de Albert Camus. De Lezama, el deslumbrante, el intrincado, va un fragmento de su texto A partir de la poesía: “Es para mí el primer asombro de la poesía, que sumergida en el mundo prelógico, no sea nunca ilógica. Como buscando la poesía una nueva causalidad, se aferra enloquecedoramente a esa causalidad. Se sabe que hay un camino, para la poesía, que sirve para atravesar ese desfiladero, pero nadie sabe cuál es ese camino que está al borde de la boca de la ballena; se sabe que hay otro camino, que es el que no se debe seguir, donde el caballo en la encrucijada resopla, como si sintiese el fuego en los cascos, pero sabemos también que ese camino sembrado de higueras, cepilla las virutas del perro de aguas cuando comienza su lucha con el caimán en las profundidades del légamo removido.”
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Phyllis Dorothy James, baronesa de Holland Park, es una viejita inglesa que escribe algunos de los más disfrutables libros de estos tiempos. Nació en 1920, y sigue, ahora, componiendo magistralmente sus novelas policíacas en las que derrocha inteligencia, sabiduría, humor. P.D. James inventó un personaje que es policía y poeta: Adam Dalgliesh. Una de sus últimas producciones se llama El faro. Todo sucede en una isla ficticia del Sureste de la costa inglesa. Un crimen, unos cuantos sospechosos; como una parodia a las clásicos misterios de la casa cerrada donde sucede el hecho. Primero vienen los retratos de cada personaje, realizados con un pincel muy fino que se alterna con trazos esquemáticos y certeros; después, la composición del lugar: la isla misma, sus desfiladeros inaccesibles, el viento barriendo las praderas desarboladas, la mansión solariega, unas pocas casas más. El faro, elevado en homenaje a otro más antiguo, cifra y clave del misterio. Pero, después, con precisión quirúrgica, la escritora describe los entornos domésticos de cada personaje, y cierra así el círculo de su composición. Otra plaga llega a la isla: una epidemia que hace presa del protagonista. The plot thickens. No queda más que sentir agradecimiento ante la sencilla maestría con la que la nonagenaria baronesa entretiene y asombra a sus lectores.
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De Pedro Salinas, un poema que se llama Fe mía:
No me fío de la rosa
de papel,
tantas veces que la hice
yo con mis manos.
Ni me fío de la otra
rosa verdadera,
hija del sol y sazón,
la prometida del viento.
De ti que nunca te hice,
de ti que nunca te hicieron,
de ti me fío, redondo
seguro azar.

Tapatío

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