Miércoles, 15 de Octubre 2025
Suplementos | por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (09/OCT/2010).- Atmosféricas. Temprano, un aire frío repasa la fronda del jardín. De espaldas al sol de la mañana, la memoria se reencuentra con el gentil oleaje bienhechor de un calor que viene de muy lejos. El Sol amarillo y tibio que sigue a los niños, que dijo Alfonso Reyes. Aparecieron los primeros tejocotes, y su destello dorado ilumina el rincón umbrío desde donde su árbol, paciente, ha hecho su camino a través de los años. Una y otra vez, en estos días de mudanzas y vuelos, regresan las canciones del viejo Dylan, en ese álbum legendario de título insuperable: Blonde on blonde. Y las visiones de Johanna flotan, con una lentitud de vértigo, a la sombra de la pérgola florecida.
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Lo estéticamente correcto. Cada época aporta su carga de cognoscenti, con sus dogmas y su ortodoxia. Principios no claramente formulados, nociones que cunden a través de la difusa red de los "enterados" que construyen –todavía- sus vanguardias y sus listas de artistas consagrados, de los vagamente aceptables, de los que es preciso ignorar para conservar un halo de credibilidad en los ambientes branchés. Habría que vacunarse temprano contra esa costumbre reductora y pueblerina en su supuesto cosmopolitismo. Este falso elitismo produce, a cada vez, un mainstream sumiso y manejable, un vehículo para la conveniencia de ciertos círculos, de ciertos intereses. Una plácida burguesía. El campo de la arquitectura es ejemplar en este sentido. Y los demás. Contra esta costumbre comprensible y mansa han funcionado muchos de los grandes artistas de todos los tiempos. Luis Barragán, sin ir más lejos, fue, hasta su tardío y convenenciero reconocimiento por parte del gremio oficial, un definitivo marginal. (No hay más que releer su discurso en la aceptación del Premio Pritzker para comprender la distancia que guardó de sus contemporáneos.) Los ejemplos son múltiples, pero, en esta era mediática y atrabancada, difícilmente reconocibles. En México, hay un pintor inclasificable y proteico, contradictorio y deslumbrante que se llama el Shadow. En cualquier parte, a pesar de dificultades y oscuras luchas, un artista ignorado produce su indispensable trabajo. Puede que alguna vez su obra sea reconocida, puede que jamás. Lo que importa es decir lo que dice.
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Gironella en la galería OMR. Visión sobrecogedora de los retablos de este poderoso artista, vuelta aún más intensa en la inmediata intimidad de los espacios de una galería. La materialidad cruda y a la vez refinada de sus trabajos abre insospechadas puertas a la imaginación y la memoria. Hay un como tenebrismo solar y vibrante, impregnado de tintes rabelesianos y jocundos, que resulta entrañable e irrepetible. Su evocación-recreación del Cónsul de Malcolm Lowry, por citar un ejemplo, es indeleble.
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Marina Láscaris en casa de Luis Barragán. La artista escapa a cualquier intento de situarla. Un aliento muy antiguo y extrañamente inédito recorre las pocas obras expuestas en el taller del arquitecto. Renunciar a cualquier prejuicio, hojear el Cuaderno de Poseidón: y, en sus páginas, leer/entender la remota furia del mar, su infinita suavidad, el principio de las olas y las mareas, las nociones de la tempestad, los elementos del agua. O ese otro libro, con páginas de grueso caucho, en el que una colección de heridas da cuenta de lo innombrable. Grecia, sobre todo: su orden cristalino y aéreo, su terrestre y carnal transfiguración en unos cuantos trazos elegantes y sobrios. Rajaduras, abismos, construcciones. Salir luego al patio de las ollas, al jardín, reconocer por un instante las mismas confluencias resueltas en el silencio del pirul, en la mancha de sol sobre el prado sitiado por las olas del jazmín que avanza.
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Finalmente, Mario Vargas Llosa recibe su merecido y postergado Premio Nobel. Para quienes seguimos a través de los años la escritura del maestro peruano el hecho resulta una grata confirmación mundial de lo que desde hace mucho se sabía: Vargas Llosa es uno de los mayores escritores en cualquier lengua y uno de los espíritus más lúcidos del panorama contemporáneo. Así, el premio –tardíamente- se premia a sí mismo. Más allá de los estruendos del Nobel y su cauda de panegiristas de oficio y ocasión, queda la invaluable compañía, que se extiende sobre los decenios, de un fabulador asombroso y eficaz, de un creador de situaciones, ambientes y personajes que pasaron a formar parte del imaginario personal, de una particular manera de ver y entender el mundo. Vargas Llosa cumple cabalmente con lo que Henry James preconizaba como el objetivo de un novelista: ayudar al corazón del hombre a conocerse a sí mismo.
En la vasta producción del de Arequipa hay una obra de teatro que se llama El loco de los balcones. Es un canto, un lamento y una invectiva por la pérdida de la Lima que el escritor conoció en sus años mozos: es, a fin de cuentas, una reivindicación de los rasgos y trazos que hacen de la ciudad el lugar de los afectos y la posible felicidad. Dice, en un parlamento, el profesor Brunelli, personaje central de la obra: “Lima, Lima ¿has sido también ingrata conmigo? Sí, pues me voy de tus calles más pobre de lo que llegué. Se terminó el noviazgo, putanilla. Quedas libre de ir a corromperte por ahí con gentes como el doctor-doctor Asdrúbal Quijano o el ingeniero Cánepa. Te comprarán abrigos de concreto armado, joyas de plexiglás, vestidos de acero y sombreros de vidrio esmerilado. ¡Pobre de ti! ¡La ciudad de los reyes! Así te llamaban cuando el joven Brunelli desembarcó en el puerto del Callao, hambriento de exotismo. ¡Lima, la morisca! ¡Lima, la sensual! ¡Lima, la andaluza! ¡Lima, la mística! Coqueterías de putanilla para seducir al joven florentino enamorado del arte y de la historia. […] A pesar de lo maltratada que estás, todavía te amo. Aún pienso en ti como mi novia. […] Hice lo que tenía que hacer. Tú lo apruebas, lo sé. ¡Adiós iglesias barrocas cargadas de exvotos! ¡Adiós conventos de osarios macabros y huertos fragantes! Parecías haber escapado a la usura del tiempo, por una distracción divina. Pero ya llegaron los ingenieros Cánepas con sus escuadras y sus plomadas a incrustarte en la cronología. Tú no fuiste ingrata conmigo, putanilla. Me has dado lo mejor que tenías. Tu garúa, la lluvia que no es lluvia. Tu neblina, la niebla que no es niebla. Tus teatinas, ni techos ni ventanas sino techos-ventanas. Tus zaguanes donde retumba la historia. Y tus balcones, tan amados.”
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Pasan, por estos días, 10 años. La playa brilla en la memoria, y el Mediterráneo sigue acarreando ese preciso azul que construye y desbarata prodigios y maravillas. Era la tarde y todo decía que nunca habría de regresar esa misma serenidad asombrada: y dura. Queda ese resplandor, ese gozo hondo y tranquilo que la vastedad del mar recomponía.  Queda, como una cifra exacta y perdurable, una cita copiada en los cuadernos de esos tiempos: Si un poco de sueño es peligroso, lo que lo cura no es menos sueño, sino más sueño, sino todo el sueño.

Tapatío

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