Miércoles, 15 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (28/AGO/2010).-  Atmosféricas. El río de jazmines, corriendo quieto sobre los ladrillos rojos, sigue fosforeciendo con la última luz. Un niño arriesga unos pasos cuidadosos sobre el cauce blanco y dorado. Se retiraron las aguas y los cielos altos y despejados de los últimos días trajeron un calor que regresa como desde hace mucho. Sobre la terraza del Convento del Carmen la luna oscila al paso de los tequilas y las voces de los amigos.
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Don José Luis Martínez sigue, y seguirá, haciendo falta. Su constante y macizo trabajo de investigación y crítica literaria e histórica dejaron un baremo difícil de sobrepasar en el ámbito de las letras mexicanas e hispanoamericanas. Su bonhomía y fino sentido del humor, muy al estilo de estas tierras, dejaron honda huella. Su presencia amable y atenta en su casa de la Ciudad de México, transfigurada en una luminosa y extraordinaria biblioteca asomada desde varios pisos a un jardín muy verde, permanece intacta en el recuerdo. En el último número de Biblioteca de México se publica una entrevista que mantuviera públicamente con Emmanuel Carballo durante la Feria del Libro de Guadalajara de 1988. De ahí estos fragmentos: “Y me di cuenta de que nuestro siglo XVI es el origen de lo que somos, de allí nacen nuestros bienes y nuestros males, nuestros problemas, nuestras pequeñas fortunas. En él aparecen el mundo mestizo que somos, la explicación del origen y de que el mundo presente que conocemos hoy sigue siendo el mismo del siglo XVI”. En otra parte: “Octavio Paz ha sido y es uno de los grandes escritores de siempre. En la cultura tiene esa dimensión universal que inició don Alfonso. Octavio es nuestro mayor poeta, y como ensayista la brillantez y la amplitud de su registro son impresionantes…”. “González Martínez era un hombre, en contraste con su obra grave, lleno de jovialidad, gracia y humor. No se le veía la seriedad que soporta el hombre importante. Gustaba comer bien, vivir bien, y si era posible, convivir con una muchacha”.
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México es una inmensa maquinaria cuya clave de funcionamiento nadie sabe. Milagrosamente la ciudad sigue, la gente hace sus vidas, todo continúa fluyendo. Cuadras atrás puede estar sucediendo un embotellamiento pantagruélico, nomás dar la vuelta poco más adelante y encuentra uno parajes amables y reposados, jardineros barriendo calmosamente, gente haciendo una platicada cola en la tortillería. La superposición de tiempos, humores y situaciones es vertiginosa y siempre fascinante.
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La Sala de Arte Público Siqueiros (SAPS) en Polanco, es un peculiar lugar. Se entraba antes por un vestíbulo angosto y penumbroso que daba después acceso a dos salas más amplias en las que están instalados varios murales que dan cuenta de las intrigantes teorías y hechuras pictóricas del Coronelazo. Hay que hacer un esfuerzo para no pisar fragmentos de obras que se extienden, en un gesto que se quería abarcador y total, sobre el suelo. El caso es que, ahora, y seguramente con la mejor intención, quienes manejan la casa optaron por cambiar su manera de acceder a ella y abrieron totalmente la parte baja de la fachada a la calle. Y se perdió buena parte del chiste. Desde la banqueta, a través de un ancho y bajo espacio “vestibular” (que poco vestibula) se ven pedazos de murales sin orden ni concierto. Se perdieron algunas bonitas intervenciones botánicas de Jerónimo Hagerman en el exterior, se perdió la gradual sensación de descubrimiento y sorpresa que se obtenía anteriormente. En fin. No siempre la función manda.
En un amplio espacio del fondo de la casa hay una instalación de la artista y videoasta Pipilotti Rist (Suiza, 1962). Sobre tres grandes muros se despliegan sendos videos que caminan cada uno por su hebra, o se entrelazan, dando cuenta de bucólicos paisajes, acercamientos a plantas y gentes, la suave e inquietante convivencia del mundo. Una rama, o una hoja, gracias al efecto de las proyecciones, devienen estructuras complejas y sorprendentes. El que mira se ve envuelto, a una considerable escala, con las presencias vegetales, los gestos de la propia artista, sus pasos en la inasible imagen. La obra se llama, apropiadamente, Estructuras de lo aparente. Está bonita.
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Un largo trecho del regreso de la carretera de México, una vez que se dejan atrás las tierras michoacanas, discurre por unas vastas planicies, muy verdes en esta época del año. La mirada se pierde en el pródigo trabajo de las aguas, que renuevan pacientes las tierras trasegadas año con año. Bordos y presas están llenos, y sus reflejos imprimen al trayecto de una alegría que desemboca casi a las puertas de Guadalajara.
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El taller está en calma. Sólo el humo persistente de los Delicados revela una combustión que no cede. El bosque de Chapultepec levanta su fronda sobre un cielo pálido e indeciso. El salitre hace su lenta progresión que nunca duerme. Rayas y proyectos, especulaciones que buscan también su camino. Un edificio rojo, después, y sus luces calculadas, sus espacios justos: algo de lo que viene, de un futuro más filoso e inquietante, mejor quizás, se trasluce en la poderosa marcha del monolito hacia las alturas.
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José María Buendía, el arquitecto, habla de Cádiz. Y de Andalucía, de Ceuta, del Magreb, de Inglaterra y sus colonias, del destino ancho y difícil de España. Y vuelta a Cádiz. Sobre una servilleta dibuja un plano minucioso y fiel de la costa andaluza: la Tacita de Plata en su península, el golfo, más allá Jerez de la Frontera. El maestro, fosfórico y entrañable, sigue hablando. La grata comida asturiana desfila. El Tempranillo sigue discurriendo.

Tapatío

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