Miércoles, 15 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

jpalomar@informador.com.mx

Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (07/AGO/2010).- Tabla de materias. El cielo del verano. Canción insistente con dedicatoria. Resumen de hechos. Un libro incandescente. Casas al vuelo. Letanía breve.
**
Una estrella constante e intensa marca el azimut del cerro de Tequila. El diáfano cielo del verano abre toda su hondura a la noche que progresa. Dos aviones muy bajos destellan sus fuegos cerca del horizonte. Ruedan sobre los ladrillos rojos las flores blancas que no se cansan de aparecer. Gritos de triunfo suben desde el prado de las infantiles batallas. Tarde, después, llega la tormenta asignada para la fecha: el jardín es apenas una veladura gris estremecida por las ráfagas.
**
Bob Dylan a cada rato. El bardo de Minnesota ha dejado dichas una cantidad asombrosa de cosas. Hay, por ejemplo, una transparente y misteriosa canción de amor: Amor menos cero/ Sin límites. Una joven lectora, con la certera fineza de los tempranos años, apunta la coincidencia, o más bien la confluencia, que el verso de Kipling aquí evocado en la entrega pasada (“el triunfo y la derrota, esos dos impostores”) guarda con el irónico y orgulloso pareado dylaniano “ella sabe que no hay triunfo como la derrota/ y que la derrota no es un triunfo jamás”. Va aquí un ensayo de traducción de la canción completa, con la esperanza de que algo quede de los inesperados giros, de las enigmáticas imágenes de Dylan.
Mi amor, ella habla como el silencio/ sin ideales de violencia/ no tiene que decir que es fiel/ pero es verdad, como el hielo, como el fuego// La gente lleva rosas/ hace promesas con las horas/ mi amor ríe como las flores/ Ningún Valentín podría comprarla// En las tiendas de baratijas y en las estaciones de camiones/ la gente habla de situaciones/ lee libros, repite citas/ dibuja conclusiones en el muro// Algunos hablan del futuro/ mi amor, ella habla suavemente/ ella sabe que no hay triunfo como la derrota/ y que la derrota no es un triunfo jamás// Capa y espada danzan/ las madamas encienden candelas/ en las ceremonias de los jinetes/ aún los peones guardan algún rencor// Estatuas hechas de cerillas/ se derrumban unas sobre otras/ mi amor asiente, no se inmuta/ sabe demasiado para discutir o juzgar// El puente a media noche tiembla/ el médico rural vagabundea/ las sobrinas de los banqueros buscan la perfección/ esperando todos los dones que los hombres sabios entregan// El viento muge como un martillo/ la noche sopla fría y lluviosa/ mi amor, ella es como un cuervo/ en mi ventana con un ala rota.
**
De títulos memorables de álbumes de rock: El de Collective Soul que se llama Hints, allegations & things left unsaid. Insinuaciones, alegatos y cosas dejadas de decir. Rápido resumen de tantas evanescentes empresas humanas.  
**
Le grand Meaulnes. El relato, tenso y contenido, se desarrolla con la justa precisión de una sonata. El lector avanza temiendo, a cada paso, que el liviano encantamiento que ante sus ojos sucede, que la inasible gracia de su impecable discurrir, se pierdan, cesen. Como las notas extraviadas de un piano que persiste sobre la fragilidad del silencio. Y sin embargo, el pacto que el autor parece haber establecido con una extraña inocencia prevalece hasta la última página. Alain-Fournier dedicó más de seis de los escasos 28 años que vivió a escribir y reescribir afanosamente esta rara obra maestra, que algo tiene de autobiográfica. Se llamó originalmente Henri Alban Fournier y nació en 1886, en el departamento francés de Cher, y murió en 1914, al inicio de la Gran Guerra, en los alrededores de Verdún.  Una sola obra le habrá valido la inmortalidad. Dos veces a lo largo del libro, utiliza la frase tant de joie. Y sin embargo, esa expresión –tanto gozo- pareciera funcionar como un subtítulo para el volumen, que no ahorra empero el recuento también de tristezas y desventuras. Es tanta la potencia de la alegría honda y anchurosa del campo francés, tanta la fiel reticencia de la amistad establecida y respetada, tal el indeleble asombro ante una fiesta magnífica y entrañable, que un insospechado gozo transporta al lector a lo largo de la narración entera. La Sablonniére, el dominio en el que reina brevemente Yvonne de Galais, con su torreón de pizarra gris, sus alamedas entre la bruma, sus cuartos iluminados, sus desvanes abandonados y llenos de maravillas, sus granjas condenadas, se establece en el mítico territorio que muy raros lugares de la imaginación -como el palacio de Donnafugata en El Gatopardo de Lampedusa- logran ocupar.  El reencuentro con el gran Meaulnes es la recuperación de un desolado canto al amor perdido, a la amistad interperrita y constante, a la provincia profunda; es el gozo de una prosa cristalina y certera (con la encantadora incrustación de viejas palabras rurales) que conduce el viaje a un país del que se es ya por siempre habitante.
**
Fueron construidas en la primera mitad del siglo que pasó. Cuatro son, alineadas como cuatro hermanas risueñas posando para una fotografía, sus trenzas muy bien hechas para la ocasión. Balcones amigos del ramaje y ventanas francas, puertas de la bienvenida, estancias del bullicio infantil y de la tranquilidad. Conocieron del tiempo venturoso y de las amarguras, del paso de los albañiles y de composturas varias. Hoy cambian su rumbo y su nombre, no su destino.
**
Una vieja palabra que entre sus pliegues revela un remoto origen árabe. Un músico callejero que logra darle a una manida canción un garfio artero. Las playas de Sayula que son un paisaje del que nunca hay regreso. El giróscopo que sigue bailando sobre su torre diminuta. La laguna que sabe llevar su propia, exacta cuenta. El cielo de San Francisco y el preciso rojo de que está pintado el puente prodigioso. Un simple vuelco de la fortuna: una sonrisa, el mundo se abre.

Tapatío

Temas

Lee También

Recibe las últimas noticias en tu e-mail

Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día

Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones