Suplementos | Por Juan Palomar Diario de un espectador jpalomar@informador.com.mx Por: EL INFORMADOR 3 de julio de 2010 - 01:45 hs GUADALAJARA, JALISCO (03/JUL/2010).- El año se balancea sobre su justa mitad. Las aguas arriban, el temporal se establece. Desde el Oriente, sus huestes componen pacientemente el descenso sobre la ciudad en asedio. El jazmín impredecible del muro rojo volvió a florecer con inusitado entusiasmo. Tras los golpes de las tormentas, una lluvia blanca aparece sobre el zacate a cada mañana: su olor acompaña la jornada. ** Vivir al tope. En la entrada a una transitada calle, hay un tope: normal, de concreto, pintado con desvaídas rayas amarillas y blancas. Su presencia hace lento el tupido tráfico que por allí circula. Nada raro. Lo interesante es que un señor ha hecho del tope no solamente su modus vivendi (práctica ya conocida), sino una central de irradiación de buen humor y sana convivencia urbana. Pinta y repinta, con delgada brocha, la parte central del promontorio (en Inglaterra les dicen “policías dormidos”), ya que pintar lo demás es casi imposible sin que lo apachurren los coches. Y, brocha en alto, con gesto que recuerda a la escultura que Goeritz le dedicara a Orozco, pide su correspondiente óbolo por la labor comunitaria en plena realización. Han pasado así los meses. Pero todo está en el estilo. El señor del tope derrocha un buen humor y una amabilidad avasalladores. Su alta y delgada estampa convoca a la posibilidad, al gusto por encontrar salidas. Para todos, los raros que le dan algo, y quienes simplemente pasan, tiene una sonrisa amistosa, una frase de ánimo. Así, se ha convertido en un personaje. De esos que le dan sabor y sentido a las calles, que intervienen en la dilatada, minuciosa y a menudo hosca conversación que es la convivencia citadina, para agregarle su dosis de picardía, de reconfortante complicidad, de bonhomía. Y el lerdo tope, al final, reditúa: para el señor que lo regentea y de él vive, y para todos. La parte central, como es de esperarse, luce siempre flamante. ** Fred Vargas. Vuelta sobre esta escritora francesa, erudita en arqueología, extraordinaria narradora, estrella absoluta del “polar” (género policíaco) francés de estos años. El punto es que Vargas rebasa con mucho las fronteras del género y entrega en cada una de sus producciones un despliegue de excelente escritura, de finos análisis psicológicos, de sutiles y complejas composiciones de situaciones y tramas. Sus personajes alcanzan el umbral de lo inolvidable, a fuerza de certeras pinceladas, de humor juguetón y reticente, de observación casi clínica de actitudes y reacciones. Ciudades -particularmente París- y paisajes son incorporados con maestría no tanto a la descripción, sino al clima de cada relato. Además, la escritora se da el lujo de vagabundear dentro y fuera de las convenciones de este tipo de novelas y, de repente, incursiona en parrafadas -o capítulos- de un lirismo casi proustiano que resulta refrescante e inesperado. Jean-Baptiste Adamsberg, el comisario estelar de varias de sus producciones, su particular Jules Maigret o Hércule Poirot, tiene una muy particular manera de encarar los enigmas a resolver. Ejerce una atención oscilante y divagada, dibuja a todas horas en sus cuadernos, sale a dar inopinados paseos, establece teorías inusitadas y gaseosas. Se la pasa diciendo, con insistente frecuencia: Je ne sais pas. Sus subalternos y superiores viven en constante desconcierto frente a su método -o frente a la aparente ausencia de él- y lo miran con una mezcla indefinible de respeto y alarma. Casi siempre hay una muchacha que se llama Camille, que a veces ejerce de fontanera, y que va y viene, para gozo y zozobra del comisario. En alguna parte, Adamsberg atina a decir que lo que pasa es que los dos son como la nube y el árbol: pero luego no sabe cuál es cuál. Va una parrafada de muestra, sacada de El hombre al revés: “Llegado la víspera en la noche a Aviñón, Jean-Baptiste Adamsberg había encontrado un rincón ideal, del otro lado del Ródano, para ir a pastorear sus pensamientos. Donde quiera que estaba, una suerte de instinto maestro le permitía descubrir en algunas horas los rincones necesarios para su supervivencia. No se preocupaba nunca, cuando viajaba, del lugar en donde habría de aterrizar. Sabía que lo encontraría. Estos rincones de supervivencia se parecían un poco todos, cualquiera que fuera el relieve, el clima, la vegetación del lugar, que fuera aquí, en Aviñón, o en el otro lado del mundo. Se trataba de encontrar un lugar suficientemente vacío, suficientemente salvaje, suficientemente disimulado para que su espíritu pudiera distenderse sin obstáculos, pero suficientemente modesto también para que para nadie fuera obligado mirar ese lugar, decirle que era bello. Los paisajes que cortan el aliento son muy molestos para el pensamiento. Se está obligado a ocuparse de ellos, no se osa sentarse en ellos sin el mínimo de pendiente.” ** La suerte del arrayán. Creció, con los muchos años, hasta convertirse en un puro destilado de la luz y el aire. Sombreaba, con esa liviana sombra como de oro, el gallinero, la casa de los conejos y la hortaliza de una señora que ya no está. Un día la dueña decidió fincar esa parte de la casa. Con su natural señorío, el fuste airoso del arrayán, que a toda costa había que respetar, marcó el lindero de la nueva construcción. Así, el jardín cambió de límites, de proporción, de estampa. Así, el árbol le otorgó su real profundidad, la justa dimensión de su recinto, terminado e inabarcable. Así, el arrayán se convirtió en el mástil, el faro y el nudo magnético a partir del que toda la casa se organizó. Desde entonces han rodado los años, han pasado las plagas y las floraciones, generaciones de frutos amarillos y solares se han sucedido, gentes se han ido, gentes han llegado. Mirar al arrayán, desde arriba del corredor, ocupa horas y estaciones. De su ramaje gentil y deliberado surgen decisiones, proyectos, tentativas, viajes y extravíos que siempre terminan de regreso a la vera del tronco vigoroso y fiel. Un poeta hay, que sostiene que es el arrayán el árbol del que nace la mítica rama dorada. ** Nadie podrá decir la gloria de ese muro de modestas proporciones que da respaldo a la muy querida iglesia de Aranzazú. Todo está en su fábrica misma, y en sus proporciones. Construido de la muy noble y muy perdida cantera dorada de la región, ofrece su superficie al viento sur, y relumbra en las tardes como un estandarte de júbilo. Nada dice, más que su misma presencia centenaria. Nada dice, más que toda la sabiduría de ser un muro bien hecho, recio para aguantar el tiempo, levantado de oro. Así sea nomás por verlo, los amigos vuelven a cada vez a la Alemana. Tal vez. Temas Tapatío Diario de un espectador Lee También Samuel Kishi y su cine que cruza fronteras y generaciones Un museo vivo: Experiencias y arte en el Cabañas La gran estafa que nos hizo “americanos” El río Lerma: un pasado majestuoso, un presente letal Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones