Domingo, 12 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA,JALISCO (22/MAY/2010).- El poderío de un jardín. Tiene, si acaso, cuatro brazadas de anchura y se extiende a lo largo del lindero, sobre dos costados de la casa. Desde la terraza, a la sombra del alero apacible, los eucaliptos del bosque de Chapultepec avanzan su medida hacia el cielo tornadizo de México. El rumor de los aviones profundiza el espacio aquí contenido y lo vuelve, con su alusión de distancia y vértigo, más quieto. Las luces de navegación a veces se reflejan, fugaces, en la lámina de agua que flota sobre la escalera que emerge al jardín en penumbras. Dos óculos, uno entre las plantas y otro en lo más oscuro de la casa, intercambian una tensión que sostiene, prodigios de la luz, los muros tanto como lo hacen los cimientos invisibles. De día, la visita de los pájaros, dispuesta según un horario volador y exacto, traza líneas y planos entre las plantas, produce un intrincado juego de cercanías y fertilizaciones que un gato, impasible, vigila. Tres planos de vidrio duplican las frondas que se espesan: y, en el reflejo, habitan todavía los colibrís laboriosos de antes, las nubes que hace mucho regresaron al mar, los amigos que dejaron su sombra aquí, al paso. Pero en ese jardín paralelo se pueden también distinguir, si se pone cuidado, las tormentas y los gozos que vienen, las incursiones furtivas de los zanates y su canto intransferible y único, el camino silencioso y devastador de la luna propicia, de la luna artera. Dicta así el jardín, aposentado en su dominio cotidianamente reinstaurado, las leyes insensibles e ineluctables de lo que en la casa sucede.

A veces, en la tarde última, aparece como de ninguna parte una muchacha alta y liviana. Apenas revela su presencia una música que comienza sus pasos con el titubeo de un animal que se adentrara en un terreno desconocido. Las notas resuenan poco a poco, los pasos se internan en la noche que desciende, una frase conocida convoca al mundo que ahora, así, comparece. De la punta de los dedos de la muchacha van surgiendo prodigios y maravillas, hilos inasibles que ligan batallas remotas y victorias clamorosas, marchas por el desierto buscando el jardín que aquí sucede, derrotas de la desventura y giros quemantes de la fortuna. La sed, el misterio, la brasa de un cigarro que arde como una zarza a mitad del aire. La muchacha toca para nadie y para todos la canción del tiempo que viene, que regresa, que brilla ahora sobre el último resplandor del jardín en vela.

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Proust. El narrador conoce la muerte del novelista Bergotte. El escritor no salía más de su casa. Sin embargo, intrigado por un artículo de un cuadro que adoraba, reunió todas sus fuerzas y fue a ver la exposición:

“Murió en las circunstancias siguientes: una crisis de uremia bastante ligera era la causa de que se le prescribiera el reposo. Pero un crítico habiendo escrito que en la Vista de Delft de Ver Meer (prestada por el Museo de La Haya para una exposición holandesa), cuadro que él adoraba y creía conocer muy bien, un pequeño paño de muro amarillo (del que no se acordaba) estaba tan bien pintado que estaba, si se le miraba solo, como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se satisfaría a sí misma, Bergotte comió algunas papas, salió y entró a la exposición. Desde las primeras gradas que tuvo que subir, fue presa de mareos. Pasó delante de varios cuadros y tuvo la impresión de la sequedad y de la inutilidad de un arte tan ficticio, y que no valía las corrientes de aire y de sol de un palazzo de Venecia, o de una simple casa al borde del mar. En fin, estuvo delante del Ver Meer que él recordaba más resplandeciente, más diferente de todo lo que conocía, pero en donde, gracias al artículo del crítico, notó por primera vez los pequeños personajes de azul, que la arena era rosa, y en fin la preciosa materia del mínimo paño de muro amarillo. Sus mareos aumentaban; fijaba su mirada, como un niño a una mariposa amarilla que quiere tomar, al precioso pequeño paño de muro. ‘Es así como yo debería escribir, decía. Mis últimos libros son demasiado secos, habría que haber pasado varias capas de color, volver mi frase en sí misma preciosa, como este pequeño paño de muro amarillo.’ Sin embargo, la gravedad de sus mareos no se le escapaba. En una celeste balanza se le aparecían, cargando uno de los platillos, su propia vida, mientras que el otro contenía el pequeño paño de muro tan bien pintado de amarillo. Sentía que había imprudentemente dado la primera por el segundo. […] Se repetía: ‘Pequeño paño de muro amarillo con un ventanuco, pequeño paño de muro amarillo.’”

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Imprescindible video en youtube: poner Georges Schwizgebel; seleccionar luego L’homme sans ombre. Nueve minutos de gozada. Un ilustrador que en algo recuerda a Folon, a Delvaux, a cierto Chirico, cuenta una historia transparente y hermética. Un personaje que cambia su sombra por el mundo. Muy agradecible recomendación de la muchacha del piano invisible.

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Café de uno. No tanto como ciertos cafés en las plazas y las avenidas de Europa, los nuestros tienen una vaga e indefectible orientación a la calle. Lo que afuera pasa imanta imperceptiblemente conversaciones y estancias, completa o lesiona la sesión que el café sostiene en el vago tiempo de los cigarros y los sorbos amargos y las miradas esquivas. El caso es que los parroquianos, mientras leen el periódico, se pierden en las pantallas o platican desganada o animadamente, ejercen un tácito dominio sobre la vida que ante ellos sintetiza un pedazo de calle, los transeúntes ensimismados, el edificio de enfrente y sus balcones florecidos, cinco árboles y el tráfico que se entrecorta para dejar oír los pájaros. En un café cualquiera, un hombre sin rumbo y sin casa decidió, desde la banqueta, ejercer la operación inversa. Sentado con la majestad de un príncipe depuesto, mira fijamente hacia el café, observa con cuidado los movimientos de los meseros, examina las caras de los asistentes, toma nota de las llegadas y las despedidas. Él solo ejerce desde su banca un extraño influjo sobre la gente que llena las mesas. Las miradas, incapaces de sostener la suya, resbalan en todas direcciones, dudan, simulan ver hacia otro lado. El hombre no tiene prisa. Por hoy ha decidido reinar pacífica y absolutamente sobre este lugar que mira. Y todo lo que pasa se acuerda, irremediablemente, a su presencia.

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Juan Ramón Jiménez:
Una rosa de sombras y de sombra,
alargada a mi mano esbeltamente,
con música sin son, con corrida sonrisa,
por cuerpo que no vio,
guardo en mi mano abierta.

Tapatío

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