Lunes, 13 de Octubre 2025
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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Por: EL INFORMADOR

Fiebres y vendavales. Semanas así suceden. La luna, al alba, espera puntual: alta en la noche que no abandona aún la plaza, es un glorioso resplandor amarillo que ordena definitivamente el día con su belleza y su poderosa gracia. Cualquier otra cosa es trivial, insignificante. Dura un breve instante más: lo justo. En la memoria, una grabación cargada de la estática de los años, una voz querida, repite con nitidez: Si puedes encontrar al triunfo y al desastre/ y tratar a esos dos impostores por igual. Algo que se parece a Rimbaud dice, un poco más adelante: Voici le temps des imposteurs. La llamarada, en cambio, florece con humilde vehemencia, y los amigos pasan bajo el jardín sosegado.

México bajo la lluvia. No dejaba de llover, mientras las horas se escurrían tras los vidrios oscurecidos por el temporal. Las pantallas parpadeaban, repitiendo el mismo letrero que se multiplicaba: demorado. El aeropuerto era como una ciudadela sitiada: nadie llegaba, nadie podía ya irse. Inundaciones y averías: las tripas de la ciudad reventadas por su propia vasta, obcecada necedad.

El problema del MUAC. El Museo de Arte Contemporáneo de la Unam, abierto no hace mucho, es un edificio interesante. Teodoro González de León despliega un brío admirable y entrega una composición que se inscribe con fidelidad en su larga trayectoria. No es afortunado el gesto de la amplia fachada de vidrios que se proyecta amenazadoramente sobre quien se acerca al Museo. El mismo esfuerzo estructural que se adivina para sostener ese ademán gratuito proyecta una cierta fatiga (¿un homenaje más a Le Corbusier y su fachada para Firminy-vert?). Por dentro, esos grandes planos de vidrio tuvieron que ser cubiertos con unas cortinas plásticas poco agraciadas: ¿cuál es el caso? De allí en más, la composición es sabia, serena, de una sobriedad que recuerda en mucho, a los grandes muros de Tadao Ando tan influenciados por Luis Barragán. Quizás se echa de menos una mayor diferenciación en corredores y patios, cuyo parecido provoca una cierta desorientación. Sin embargo, hay una recia limpieza, un higiénico cartesianismo en las soluciones y los detalles, que resultan bienvenidos. No faltaron las opiniones que aducían que en nuevo Museo de la Unam debería haber sido encomendado a miembros de nuevas generaciones. Sin embargo, el arco que va del Museo Tamayo al Muac, muestra la vigencia ejemplar, la depuración y la búsqueda de uno de los principales arquitectos que ha dado México, y que aventaja con facilidad a tanto arquitecto seguidor de la moda y perseguidor del papel couché de las publicaciones al uso.

Tres exposiciones en el Muac: Cildo Meireles. Petit Mal. Wolfgang Laib: Pasotraspaso. Meireles y el paso del tiempo no parecen llevarse muy bien. La fatiga de lo (casi) novedoso. Una pieza, sin embargo, sobrecogedora: el gran tótem cilíndrico y parpadeante formado por cientos de radios prendidos. De ahí en más, boutades, guiños, un cuarto lleno de cosas rojas –big deal. Petit Mal es pretensiosamente “robótica”: una pieza de Francis Alÿs, quizás. De Laib, un portentoso cuadro dorado sobre el piso, polen de pino.

De las indispensables lecturas frívolas. A veces sí hay que leer los bestsellers.

Los hombres que no amaban a las mujeres es la primera novela de una trilogía Millenium de Stieg Larsson, que se ha convertido en un fenómeno editorial, ahora en español, después de serlo en el sueco original, en francés, inglés y otras lenguas. Pero es un fenómeno al estilo Harry Potter (no al estilo gringobembo de Dan Brown et al.): bien escrito, complejo, con personajes más reales que la mayoría de la gente que conocemos, con un ritmo narrativo que no suelta al lector... en resumen, tiene esa calidad de los libros que tocan las fibras que quedan en nosotros del adolescente capaz de pasar la noche en blanco con las novelas de Dumas, de Dickens o de Salgari. Larsson, quien por cierto murió poco después de entregar sus tres novelas, nos lleva a Suecia, nos la hace recorrer como si fuera un paisaje familiar, nos cuenta un rollo entre policiaco y thriller, bien armado e interesante, y acabamos queriendo o aborreciendo a una serie de personajes tan memorables como los más acabados de la buena literatura.

Otro autor de grandes éxitos es Fred Vargas, nom de plume de la historiadora francesa Frédérique Audoin-Rouzeau, que desde hace varios años produce un éxito de librería tras otro con más de una docena de novelas policiacas que se leen como quien se come un pedazo de pastel. Vargas traza con cuidado y verosimilitud paisajes y gente, describe con trazos rápidos pero no desdeña darnos detalles que los hacen sensibles y cercanos (como las tradicionales y agradecibles referencia, tan francesas, a la comida). Se divierte también organizando dobles y triples vueltas de tuerca, en la mejor tradición de la novela gótica o negra. Por ejemplo, en Debout les morts (que está traducido en Siruela como Que se levanten los muertos) el lector va de sorpresa en sorpresa, junto con los protagonistas-investigadores, prácticamente hasta las últimas tres o cuatro páginas. Reconforta, pues, hallar todavía novelas capaces de desvelarnos.

Chiquita es una novela peculiar y a ratos muy divertida que podría haberse beneficiado de un buen editor. La salva la simpatía cubana de su autor, Orlando Rodríguez, que escribe bien además de tener un buen ojo para el detalle chistoso o grotesco. El que haya recibido el año pasado el premio Alfaguara no es garantía de nada (después del resbalón de premiar a su alteza la princesita Poniatowska...), pero no deja de tener interés la reconstrucción novelada de la vida de una enana cubana y sus peripecias reales y surrealistas por los circos gringos. Con 100 páginas menos habría quedado mejor.

La conferencia de Jean Meyer recientemente sustentada en el Paraninfo dentro de la Cátedra Córtazar fue una gozada. Una larga, brillante, amena, disquisición sobre la permanente tensión entre la historia y la ficción. Preparada a conciencia, aleccionadora en su vasta ilustración, en su discreto sentido del humor, de las proporciones. Citas y ejemplos que iban de Dumas a Scott a Payno a Tolstoi, a Mutis a Guimaraes Rosa, a Balzac... E, inevitablemente a don Luis González. “La literatura alcanza con eficacia y contundencia lo que el historiador no alcanza.” Y una cita estremecedora de Boris Pasternak: “Hay que hablar de tal manera que el corazón duela. Hablar de la Revolución Rusa sin emoción es vil y deshonesto”.

jpalomar@informador.com.mx

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