Suplementos | El viento del poniente reconcilia al fin el día Diario de un espectador Juan Palomar Por: EL INFORMADOR 30 de mayo de 2009 - 17:37 hs Atmosféricas. Palabras y aire. El viento del poniente reconcilia al fin el día. El granado va madurando la cosecha del año, y el verde de los frutos comienza a rayarse de un tímido rojo. En la penumbra de la banqueta un centroamericano expone, con persuasiva concisión, con un acento que viene de lejos, las razones por las que es preciso darle algún dinero para seguir su viaje a Tejas. Limpio y menudo, una pequeña mochila al hombro, mira fijamente a su interlocutor mientras transmite, con unas cuantas palabras, una dolorosa realidad de la que es representante y embajador plenipotenciario. Digno y resuelto, prosigue su navegación por la noche de una ciudad que no conoce. ** Proust como remedio. Para el agrio bullicio de la necedad, para la burda inquina de los días aciagos, para la zafia costumbre de la mediocridad y el recelo, para la torva jeta de la vulgaridad. Proust se entretiene -y desde aquí se le ve escribir febrilmente en su cuarto acolchado- en desmenuzar pacientemente las intermitencias, las tormentas y oscilaciones del corazón. Afuera bulle París, puede ser octubre de 1920, no queda mucho tiempo y es preciso dejar dicho hasta dónde un hombre es capaz de explorar el ánima de sus semejantes, la suya propia. Su escritura avanza como una suave y poderosa marea que todo lo va cubriendo al describirlo, analizarlo bajo distintas luces, transfigurarlo y rescatarlo del olvido y la indiferencia. Con un trazo que es a la vez minucioso y certero, los muros de la habitación se van cubriendo con el eco de la pluma que rasga con terca insistencia el papel. Leer a Proust, ardua, larga, gozosamente, revela honduras y entrepliegues, destellos y claroscuros que son al mismo tiempo un redescubrimiento y una absoluta novedad. Y se sabe:cuando se termine el portentoso ciclo de A la búsqueda del tiempo perdido, habrá, como si fuera la primera vez, que empezar de nuevo. Y otra luz, la de los días que se viven, la de los días ya idos, será la que ilumine ese reencuentro. ** México tiembla mientras que sus millones de habitantes interrumpen azorados lo que hacen y fijan la vista en algún objeto, una puerta, una lámpara, un jarrón que, con su movimiento, atestiguan la zozobra. Las cosas oscilan levemente y un oleaje que viene de muy hondo remueve la frágil cáscara sobre la que reposan tantas vidas. La gente se mira las caras buscando la confirmación del sismo, midiendo vagamente el tiempo que dura la amenaza, calculando las posibles vías de escape, tanteando si las manos del temblor pasan ya de largo o aprietan la tierra bajo sus pies. Dos minutos después todo sigue igual, las actividades continúan: la inminencia, sin embargo, queda. Siempre se vive al borde. ** Canciones platicadas: Like a hurricane. Neil Young logra, quizá, sus mejores momentos al lado de su legendaria banda de apoyo: Crazy Horse. La sólida consistencia del sonido del grupo forma un apropiado telón contra el que la guitarra del canadiense resuena con limpia brillantez. Las primeras notas son inconfundibles y convocan al agreste paisaje por el que el ciclón ha de transitar. Young canta a la desdicha y la imposibilidad: “he tratado de quererte/ pero cada vez me arrastra el viento…” En una versión en vivo, en Japón, la banda opta por improvisar y se adentra en lo más tupido de la tormenta. Mientras Crazy Horse sedesboca en una tempestad de sonidos desatados, Neil Young abandona por un momento la guitarra y se sienta al piano; desde allí, desgrana suavemente, entre el sonido y la furia, los mismos primeros compases de la composición, que son apenas audibles en el frenesí desbordado. No le hace:como de una pequeña caja de música, las notas sobrevuelan, atraviesan la turbulencia, dicen otra vez: “eres como un huracán/ la calma está en tu ojo/ pero me arrastra el viento…” ** De la batea de las postales. Es difícil saber a quien atribuirle esta pintura. Cuando menos se puede aventurar una hipótesis: quizá sea la mano del Duccio la que trazó este intrincado paisaje de casas medievales, en un fresco que bien se ve que ha sufrido el paso del tiempo. La reproducción es dudosa, a saber la fidelidad de los colores que esta impresión transmite. Piensa este espectador que algo debe de quedar, y los azules terrosos de las primeras casas resultan, en todo caso, espléndidos. Por las calles se mezclan peatones y jinetes, y la noble estampa de los caballos recuerda el brioso trazo de los que cabalgan sobre San Marcos. Las edificaciones, en su mayor parte, se encuentran almenadas, aunque ciertos balcones hablan de tiempos pacíficos y serenos. Cuatro mujeres, en primer plano, ricamente ataviadas, hacen como una ronda que se hubiera detenido en su danza. O tal vez sólo platican las incidencias del lejano día. Los comerciantes venden, las compradoras se afanan, los transeúntes van a sus asuntos. Pero, al fondo, en la esquina de la composición, en la azotea de una casa roja, un grupo de albañiles atacan con ahínco su labor. Y recuerdan, desde esta ciudad que ya no existe más que en esta postal, que su edificación nunca termina, que levantarla una y otra vez es el destino de los hombres. jpalomar@informador.com.mx Temas Tapatío Diario de un espectador Lee También Samuel Kishi y su cine que cruza fronteras y generaciones Un museo vivo: Experiencias y arte en el Cabañas La gran estafa que nos hizo “americanos” El río Lerma: un pasado majestuoso, un presente letal Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones