Domingo, 15 de Junio 2025
Suplementos | por: juan palomar

Diario de un espectador

Un niñito chino se empeña en saber, cuando oye las notas del concierto en re, que por qué se murió Vivaldi

Por: EL INFORMADOR

Atmosféricas. Vira el tiempo de nuevo y las mañanas se entibian más pronto. La enredadera de las flores moradas –la petra- montó una verdadera invasión de las ramas del magnolio. La nueva posición conquistada parece sentarle de maravilla. El árbol, paciente, se inclina un poco como quien oye distraídamente las confidencias de un amigo un poco achispado. Un niñito chino se empeña en saber, cuando oye las notas del concierto en re, que por qué se murió Vivaldi. Oye más la música, y ninguna respuesta le satisface. Otros cuartos se abren a los vientos de febrero, y un jarrón de flores recién cortadas anuncia la inminencia de la visita. Muros blancos que reciben un preciso resplandor cuando pasa la muchacha del pelo rojo.


Batea de las postales: Tintín abandona el palacio de Ottokar. Dos guardias de aire marcadamente otomano sostienen sus simétricas alabardas mientras nuestro personaje abandona la fortaleza pisando fuerte sobre el puente levadizo. Milú, como es frecuente, atisba con perruna e inquisitiva mirada la aventura que continúa. Tintín parece llevar prisa, y el destino del cetro del reino puede estar en juego. El faldón del consabido impermeable beige se levanta por la viveza del paso de quien lo porta. Los guardias lo miran con aire desaprobatorio: adivinan que algo extraordinario está por suceder. Y así era, desde las lejanas lecturas infantiles.


México el 14 de febrero amanece con un cielo claro y una luz particularmente dulce. El Zócalo, portaaviones de múltiples ocurrencias y sucesos, sostiene hoy un escenario lo suficientemente grande como para impedir ver la esplendorosa fachada de la catedral. Pantallas gigantes reproducen la imagen de una muchacha que se desgañita al compás de una
all-girl-rock-band. Por supuesto, el gobierno de la ciudad ha organizado para festejar el día un “evento” que lleva el tan conmovedor como original nombre de Bésame mucho. Algunas parejas de adolescentes –todavía pocas- ensayan para el gran momento. El portaaviones, interperrito, sigue su navegación ondeando débilmente su banderota.


La casa de los Condes de Calimaya es una de las piezas maestras de la arquitectura de la Gran Tenochtitlán. El ídolo que sostiene, a manera de guardacantón, su esquina, no parece desgastarse con la ríspida y centenaria fricción de las muchedumbres que por ahí circulan. Cristina Faesler, la directora del Museo de la Ciudad que allí se aloja, habla de los cinco centímetros que salvaron la piedra del reciente embate de una retroexcavadora en imprudente reversa. Los dos patios son magníficos y están, actualmente, echados a perder por unas ambiciosas lonas que intentan convertir esos espacios en lo que no son: lugar de reuniones más o menos multitudinarias. Un señor que ya no está, decía que un patio no lo era de veras si en él no caía el agua de la lluvia. Además, la luz mortecina lograda con la ingenieril estramancia le quita todo brillo y contraste a las nobles arcadas de los corredores y envuelve a la arquitectura en un ambiente entre burocrático y carcelario. No le hace: los 16 cañones que ostentan las fachadas en lo alto, y que escupen el agua de las azoteas a manera de gárgolas, pregonan la estirpe guerrera de los de la casa. Pero muy urgente parece regresarle a esos patios magníficos su verde condición de santuario de plantas y de pájaros. Muy ufana, y a justo título, la directora hace la tournée de los grandes cuartos vacíos, recuperados de malhadados pegotes y coloretes. Volvieron también las puertas de los balcones, increíblemente arrumbadas a la intemperie en ignotas bodegas, para ser sustituidas en una torpe “restauración” por viles tambores de triplay. Grandes proyectos, bullen las ideas: el museo se recupera y se mueve. El cuarto que servía de estudio al gran Clausell –con su estupendo collage de visiones y apuntes- sigue siendo tan alucinante como siempre.


Tres planos. Luis Barragán en contexto. Llegó a su fin la exposición que en el Museo de la Ciudad de México llevó tal título. Cuidadosa, refrescante, aleccionadora: una mirada distinta sobre la obra y la figura del arquitecto jalisciense. Una nueva generación que emprende con decisión su propia lectura, su particular toma de distancias y admiraciones. En su modestia y su rigor amable, la muestra propone más cosas y descubrimientos que las acartonadas y faramallosas producciones extranjeras “científicas” que sobre el mismo personaje de repente se han visto pasar. Daniel Garza-Usabiaga, curador del esfuerzo, realizó un brillante y discreto trabajo. Recorriendo con detenimiento las piezas mostradas aparecen tres grandes planos: muestran otras tantas versiones del proyecto para la glorieta que ocupa el cruce de Las Torres y la Calzada de la Victoria en el fraccionamiento de Jardines del Bosque de Guadalajara. O sean, las actuales avenidas de Lázaro Cárdenas y Mariano Otero, o sea la sufrida glorieta del mercado de abastos que ahora sostiene cuatro arcotes de Sebastián. El trazo de los dibujos, lo peculiar de sus composiciones, la letra que las rotula, son tan inconfundibles como las iniciales que los firman: YPL. Deben datar de 1956 y traen consigo el vano esfuerzo por salvar todo lo posible del bosque de Santa Eduviges, los trasuntos de los mediodías infantiles recogiendo las amarillas copitas de los gigantes junto al parque del Palo caído, las fugitivas siluetas de Tata y Adolfo que guardan, a la distancia, los breves tesoros recogidos por los niños de entonces en una cajita de cerillos. Y el olor.

No porque esté perdiendo/ quiere decir que estoy perdido/ ni quiere decir que me detengo/ o que estoy en una cruz: Coldplay. Enzo Nuvolari, el gran piloto italiano, explicaba así las razones de sus triunfos: “Allí donde los demás frenan, yo acelero.”

jpalomar@informador.com.mx

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