Suplementos | Tapatío Diario de un espectador Por: juan Palomar Por: EL INFORMADOR 23 de enero de 2009 - 12:17 hs Arreglos de la casa. Hurgan los albañiles en los rincones últimos. Estropicios menores y chiflidos al mediodía. Se afana el fontanero con sus tubos. El polvo establece su dominio y alcanza los recovecos más insospechados. Una como inquietud, tímidamente gozosa, invade el aire mientras los golpes ritmados del marro puntúan, como latidos, las horas que avanzan. Voraces manos infantiles dieron cuenta de unas ramas de un helecho del patio. Con similar empeño se plantan en la tierra húmeda de una maceta: y progresan. Vienen los arquitectos. Hacen su risueña entrada y se enfilan por la escalera que comienza el recorrido. Dejan a su paso una vaga estela de líneas y volúmenes que se esfuma al instante. Se instalan en el corredor, arde la flama azul del tequila, y el aire se llena de aéreas teorías y peregrinas ocurrencias. Un cúmulo de muros venideros forma en el jardín una nube que se quiere bienhechora. En los últimos años cincuenta, por el rumbo de las colonias, era posible avistar, de cuando en vez, a una osa que respondía al nombre de Carolina. Queda el recuerdo nítido del animal espléndido bailando contra la silueta de una casa blanca que estuvo en la esquina de las calles de Vallarta y Robles Gil. Decían que el amaestrador de Carolina, un hombre cetrino que tocaba un pandero, pertenecía a esa enigmática raza de los gitanos trashumantes que solían establecer sus campamentos al oriente de la ciudad. Pero también acude a la memoria el sonido de una flauta, que bien pudo hacer girar a la osa por el beneficio de las monedas que vecinos y transeúntes entregaban al final de la actuación. Curiosamente, en la escena, ningún espectador contemplaba la proeza: una osa sola, y su amo, ocupan la banqueta desierta mientras la tonada insiste. Carolina danza ya por siempre en la esquina de una ciudad desaparecida mientras un niño la mira con el enconado fervor de sus pocos años. Una nota de prensa, aparecida hace algunos meses, informa del “rescate” de los últimos osos bailarines de Europa. Swetla, Misho y Mima, tres únicos ejemplares restantes en poder de los gitanos, fueron llevados a un parque natural en Bulgaria, en donde se reunieron con otros veinte ex compañeros de oficio. Protegidos, alimentados y mimados, continúan allí ahora su existencia, lejos de las calles, las cadenas y del asombro de los niños. Plácida se reporta la comunidad de los plantígrados. Pero una osa hay, que se llama Elena, que continúa, de cuando en vez, danzando al son de una música que sólo ella oye. Vagas estrellas de la Osa, bajo su luz habrán caminado el gitano y la osa bailarina cruzando la ciudad de regreso a su borroso campamento, muy lejos de esa silueta que por un momento quedó grabada en los ojos del animal taciturno, más lejos ahora en que la cadencia de una música elemental y magnética regresa a través de los años y el olvido. Una banda llamada Tren. Un disco desbalagado, de 2001, aparece. La banda es sobre todo recordada por una canción que allí figura, y que da título al álbum: Drops of Jupiter. Sonido básico, brioso; los de San Francisco atacan: Ahora que ella está de regreso en la atmósfera Con gotas de Júpiter en su pelo Actúa como el verano y camina como la lluvia Me recuerda que hay tiempo para cambiar Desde que regresó de su estancia en la luna Oye como la primavera y habla como junio Dime si navegaste a través del sol Si lograste llegar a la vía láctea para ver las luces desleídas Y si el cielo no es la gran cosa Dime si caíste por una estrella fugaz Una que no tiene una permanente cicatriz Y si me extrañaste mientras te contemplabas allá arriba Del libro de las imágenes irrevocables. Por alguna razón la parte baja de la composición es una banda oscura, de incierta materia. Como si la escena estuviera vista a través de una ventana, o como si ocurriera sobre una plataforma, un escenario, un plinto que le confiere gravedad y límite. Todo tiene la alucinante precisión de un sueño. Tres son los elementos que interpretan un cuadro perfecto en su disposición, exacto en el instante en que la fotografía fue captada: un gran árbol de tronco nudoso -quizás un viejo guamúchil-, el muro encalado de una casa en el que destaca una puerta con jambas y remate de cantería, y dos niños a los que una invisible tensión une como a un solo personaje. Los niños se cobijan en la sombra densa del follaje que brilla en su parte más alta con una luz plateada. Parecen estar concentrados en algún juego cuya gravedad se advierte en sus posturas. La sombra no deja adivinar al trompo que tal vez giraría sobre la tierra húmeda. La autora de la imagen solía advertir que la franja oscura pudiera no ser parte de la foto. Divertida, oía las justificaciones de su conservación por quien así había querido guardarla. Giran los años, vuelve así a cada vez la presencia de Kuni Hartung, como sigue girando, allí, el trompo imantado de unos niños que fueron. Temas Tapatío Lee También Indígenas de Tlajomulco en conflicto con la iglesia del siglo XX Bach y Beethoven suenan en el alma de Guadalajara “La cultura necesita el apoyo del sector privado”: Alondra de la Parra Museo JAPI: Color, juego y abstracción Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones