Miércoles, 15 de Octubre 2025
Suplementos | Juan Palomar

Diario de un espectador

Una cita debida a Sergio González Rodríguez

Por: EL INFORMADOR

La fiesta transcurre por todo lo alto. La tormenta se instala en todo su oscuro poderío sobre la sierra del Travesaño. Un viento entrecortado produce extraños oleajes, como si un pescado inmenso se agitara cerca de la orilla de la laguna.

El toldo, calculan algunos, no dilata en volar por los aires. Las muchachas se arrebujan en sus chales, buscan maquinalmente el alero más próximo.

Misteriosamente, las nubes viran, toman la dirección del poniente, bordean la cresta de la cordillera ensombrecida. Imperceptiblemente baja la fuerza del viento, reaparece el sol, los tequilas siguen volando.

 El tiempo recuperado: las mismas caras de hace décadas muestran la huella de su trasiego, el esplendor de su medio siglo, la decadencia de la vejez, los agravios de la usura. Las adolescentes pasan, livianas, cortan el aliento, interrumpen las previsibles conversaciones. Reaparece el cerro de García, y las torres blancas de Tizapán fosforecen en la distancia, como hechas de un finísimo hueso calcinado por el sol. Inevitablemente alguien repite, como en un ritual, algo sobre un espejo y la laguna.

Hace rato que el mariachi se fue, las alarmantes trompetas cerraban el cortejo de sombreros dudosamente historiados y bigotes sudorosos. Queda el eco de un falsete, la sombra de una bailarina entusiasta se diluye mientras los convidados se van haciendo menos. Las muchachas de antes piden otro tequila, recomponen un mechón que el baile alborotó, examinan una vez más la concurrencia, toman aceradas notas mentales, calculan silenciosamente su retirada, sonríen para sí mismas, con elegante gracia miran a lo lejos la tarde que declina.

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Consolaciones: Tipontate anocheciendo. El jardín del lado de la laguna es apenas un borrón azul. Dos sauces vencidos por la tormenta se empeñan en sobrevivir. De uno de ellos, emerge una higuera que crece con los días. Contra el muro de piedra las olas ínfimas producen un murmullo que llega de muy lejos.

De los restos de los muros de piedra de la rada de El Costeño hace rato que las garzas se fueron. Al otro lado de la calle empedrada el bambú se mueve muy despacio.

Por estos mismos lugares pasaba, hace casi medio siglo, un señor que ya no está llevando de la mano a una niñita güera con una canastita en la mano, de cara asombrada, de ojos azules, su tercera nieta. Con el mismo asombro, esos mismos ojos miran el jardín anochecido: las luciérnagas componen una silenciosa red, tensan una misteriosa intermitencia, dan forma a una fiesta irrepetible y magnífica, que celebran allí, nomás para ella.

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Una cita debida a Sergio González Rodríguez. Es del novelista húngaro Lázló Krasznahorkai, va directo al cuaderno: “¿Por qué ocurrió, por qué se extinguió la nobleza del mundo, a dónde fueron a parar las personas magníficas, en qué momento desapareció la diferencia entre cada mañana y cada noche, y sólo quedó una mañana y una noche en general, y dejaron de existir la magia, el estremecimiento, la eternidad?”.

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Marque la tecla gato cuando termine. Lo hizo. De inmediato sintió una sombra cautelosa en lo alto del librero. Dos ojos insondables lo miraban desde una altiva lejanía. El gato dio dos vueltas sobre el entrepaño despejado, rodeó el pequeño Buda de porcelana y se echó tranquilamente. El reciente telefoneador osciló entre la sorpresa y la incredulidad: nunca había visto a ese animal, ni siquiera se parecía a los gatos trashumantes que de repente vagaban por el borde de las azoteas vecinas.

Este era dorado, de una extraña esbeltez, inconfundible. Lo consideró, desconcertado, por un rato. Su belleza era pasmosa y, por el momento, tranquila. El gato no se movía, no dejaba de verlo. Descartes, invocó. Finalmente, era una casualidad interesante: marcó la tecla gato y entonces uno se materializó. Algo que contar en el café, cuando la plática de la mañana mediterránea languideciera. Siguió dibujando.

Pero la mirada hipnótica lograba inquietarlo. Insistió, empecinado, en terminar el croquis: algo no salía bien. Finalmente se rindió: volteó a ver si el gato seguía ahí.

El felino de piel de oro continuaba impertérrito, remoto. Descartes no estaba ayudando en el caso. Tomó el teléfono, con una media sonrisa un poco forzada, incrédulo ante el gesto que se disponía a hacer. Marcó el mismo numero, esperó, y cuando la impersonal voz femenina pronunció la instrucción, marcó la tecla gato. Lentamente levantó la mirada hacia el librero. Cuatro ojos inescrutables lo vigilaban.

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De traducciones:

la luna levanta el leve libro de la noche
leen entonces las estrellas unas líneas que nadie sabe
al día siguiente los periódicos balbucean dispersos fragmentos
y un niño con un gesto de su mano portentosa
desde el fondo de una calle cualquiera bajo un farol roto
compone sin notarlo la confusión del pardo mundo
y cae la noche
y así desde siempre ruedan los dados

jpalomar@informador.com.mx

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