Domingo, 12 de Octubre 2025
Suplementos | Juan Palomar

Diario de un espectador

En una buena fonda del entrañable barrio de Santa Teresita

Por: EL INFORMADOR

La lluvia merodea por las orillas de la ciudad. Vientos a ratos más frescos la delatan. Los truenos de junio comienzan el cañoneo que terminará por abatir las compuertas del temporal. Las primeras gotas reviven el pálido color de los ladrillos. En el vecindario, alguien lanza un grito de alivio y celebración: un llamado que viene de muy lejos, que va retumbando por las miles de generaciones de la especie, que renueva el difícil pacto con el cielo protector.

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La muerte del padre. Los robles abatidos. Desfila el cajón de muertos por el pasillo central de la iglesia entristecida. Un lento cortejo se va formando atrás de los deudos. En el atrio de El Calvario el sol de la tarde ilumina los abrazos que intentan en algo consolar la pérdida. Muchos años atrás, en ese mismo lugar, un señor que ya no está veía cómo se levantaba, para presidir la consagración de la iglesia, una recia cruz ordenada por él y fabricada por Pablo Santillán, espejo de carpinteros. Ahora las sombras de los señores idos se confunden con las de las ceibas que prosperan en el atrio, y que como ellas, supieron dar abrigo y fuerza a quienes crecieron a su vera.

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El fresno prisionero. En una buena fonda del entrañable barrio de Santa Teresita tuvo su dueño el buen tino de disponer un patio fresco y espacioso. En el centro, un fresno inmenso lucha por su vida. Apenas queda de él, pese a los esfuerzos de los propietarios, un resto del follaje: la enfermedad avanza. Un puntal asegura el equilibrio del impresionante tronco, pero la corteza, y las grandes ramas sacrificadas, revelan la profundidad del daño. A pesar de sus males, el fresno inspira un respeto que solo producen las criaturas superiores: el árbol en su patio, el león en su jaula, el delfín en su acuario. Queda por saber si los venenos del aire no hubieran lastimado, bajo otras circunstancias, al fresno generoso que alguna vez creció en los potreros aún no parcelados de las orillas de la ciudad, antes quizá, de que se iniciara en esos llanos la urbanización de lo que alguna vez se llamó Colonia Villaseñor y es ahora Santa Teresita. A dos cuadras del patio de la fonda hay otro patio, mínimo éste, en donde el viejo carpintero hizo crecer, desde hace decenios, un guayabo: ambos perviven, venturosamente.

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Ite missa est. Idos, la misa fue. Esta es la severa y noble fórmula latina con que se termina el ritual de la misa. La traducción al uso, o más bien su interpretación, es “Podéis ir en paz, esta misa ha terminado” Sin embargo, rara vez se oyen estas palabras, que parecieran sonar “bruscas” a los oficiantes, que las sustituyen con diversas variantes más o menos diluidas o edulcoradas. Queda la nostalgia por el recio, preciso ritual que sabía, con suprema elegancia, dar el grave sentido de las cosas. La terminación de la misa -un ritual que una vez iniciado debe invariablemente concluirse- marca siempre, como una muesca indeleble, la jornada que avanza. Así habría que decirlo.

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Devoción por Saint-Ex. Recientes informaciones dan cuenta de la adquisición, por parte del Museo de Cartas y Manuscritos de París, durante una subasta de objetos, textos y documentos de Saint-Exupéry, del manuscrito original de una de sus mayores obras: Tierra de los hombres (Terre des hommes). La institución francesa pagó más de 300 mil euros por el documento, que incluye partes posteriormente suprimidas y las consabidas enmendaduras, tachaduras y correcciones que revelan el riguroso proceso del escritor.

 Los beneficios de la subasta se destinarán a la Fondation Antoine de Saint-Exupéry pour la jeunesse, auspiciada por la Fondation de France, y que busca apoyar proyectos destinados a jóvenes de todo el mundo que se encuentren en dificultad. Como suele suceder con las grandes obras, estas van dejando estelas luminosas a través de los años, que fructifican por caminos muchas veces insospechados. Al aviador francés le hubiera gustado saber que las páginas arduamente redactadas entre dos vuelos habrían de servir un día para ayudar a algún joven que en un remoto país del futuro ensayaría sus propias alas.

 Entre los objetos mostrados -que no vendidos- en la subasta, se encontraba el brazalete que muchos años después del vuelo fatal de la bahía de Niza sirvió para aclarar al fin el enigma de la desaparición del escritor. Hace algunos meses, en estos mismos renglones, dio cuenta este espectador del testimonio del piloto alemán que derribó el avión de Saint-Exupéry. Un día antes, casualmente, el veterano piloto extraordinaire había renovado su seguro de vida.

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La fiesta de una generación. Esta es la hora primera, este es el justo lugar. Unas voces que regresan entonan las canciones de entonces. Pensativo, me encuentro vagabundo/ por un mundo que ha perdido la razón/ no penséis que no he querido ser testigo/ de la muerte, de la vida y del amor.

Los agravios de la edad dan cuenta de los años que ahora separan del lluvioso día en que una bandada de adolescentes se enfrentó por primera vez con el vasto patio que en una esquina tenía un ring de box. Viriliter age, es el lema que, contra las veleidades de la hora, no habrá de ser abolido. Los maestrillos aún le hablaban de usted a los alumnos, anteponiendo al apellido el “señor”.

El prefecto de disciplina inspiraba un terror profundo, y en las arenas del “Sahara” se disputaban bravíos partidos de futbol, o sucedían las faenas de los temidos arrestos bajo el sol inclemente del mediodía. Solemne proclamación de honores y dignidades: durante la misa, una voz un poco temblorosa recita los nombres, siempre en aumento, de los compañeros muertos. Quién, al final, habrá de leer en un viejo anuario la lista en que sólo su nombre faltará. Por mientras, los antiguos compañeros se dan la paz, se reconocen -a veces a duras penas- se abrazan, contestan vaguedades. Vuelven en tropel, como los alumnos que irrumpían en el recreo grande, los recuerdos y los fervores que entonces los jesuitas supieron inculcar. Quedan, inamovibles, las esperanzas y las fidelidades que habrán de durar. Luego, en una terraza frente a las vías, la Revolución de Emiliano Zapata ataca una canción de los Kinks: it’s your life/ and you can do what you want/ but please don’t keep me waiting/ ‘cause i’m so tired, so tired of waiting for you.

jpalomar@informador.com.mx

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