Viernes, 10 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Pedro Fernández Somellera

De viajes y aventuras

Pátzcuaro, un tesoro que debemos proteger

Por: EL INFORMADOR

Los vaporettos van y vienen a Janitzio con su esperpento tieso ahí en la cima.P.FERNÁNDEZ  /

Los vaporettos van y vienen a Janitzio con su esperpento tieso ahí en la cima.P.FERNÁNDEZ /

GUADALAJARA, JALISCO (20/MAR/2011).- El lago de Pátzcuaro, en el estado de Michoacan, tiene varias islas en su lecho; pero la hermosa y romántica Janitzio, inmortalizada por “El Flaco de Oro” en sus canciones es la más conocida e idealizada.

Desconozco porqué tenemos de estropear cuanta cosa bella y valiosa encontramos a nuestro paso, como si tratáramos de “comer el mundo a puños”, con visión egoísta algunas veces, y protagonista en otras, sin tener el menor respeto o estimación a lo que estamos arruinando.

Nuestro preclaro Tata Lázaro fue quien “puso la primera piedra” en el destrozo de la isla al ordenar la construcción de una horrorosa estatua en honor a Morelos con su monumental brazo levantado, al que -según albures de los habitantes de la isla- ingeniosos mecanismos le están siendo adaptados, para que unas veces levante el dedo medio de la mano en honor de los gachupines, y otras veces pueda mover todo el brazo para los políticos en turno.

En la base del enorme mono, hay un letrero que dice: “Esta fue una de las grandes ideas del Gral. Lázaro Cárdenas del Río”, sin mencionar algunas de las otras grandes también de su titularidad: la repartición de nuestro excelso campo agrícola de gran productividad; la privatización de nuestros ferrocarriles, bala que surcan el territorio de cabo a rabo; los sindicatos que tanto han contribuido a fomentar el desarrollo nacional; y el petróleo, que ya siendo de nuestro, puede subsidiar cuanta barbaridad se nos ocurra.

En fin, ahí está el enorme Morelos parado en la otrora bella Isla de Janitzio, que -palabra que a mi me lo confesó en secreto- se muere de la pena de estar estropeando el paisaje de todo el lago, y que su lucha -me lo dijo así en confianza- iba por otro lado.

-¿Pescadito blanco?- No pus ya nu’ay- me dijeron en los de los restaurantes que se amontonan anárquicos en la isla.

-Numás hay charalitos chiquititos; pero están bien buenos- me dijeron -bien frititos verá que son hasta mejores que el viagra- me repetían entusiasmados en los puestos. Así lo anunciaban en graciosos letreros colocados al frente de cada establecimiento. Confieso que no ahí, pero al llegar al hotel -ilusionado- me comí al menos siete tacos de ellos, que me causaron un desorden estomacal que me hizo pasar la noche en el trono del rey; pero de que estaban buenísimos, no lo puedo negar.

Decenas de “vaporettos” son los que cruzan desde varios puntos hacia las diversas islas, saliendo y regresando a horas fijas, siempre y cuando los impávidos motores funcionen bien en el trayecto. El nuestro se enojó posiblemente porque lo acababan de “arreglar”; y como le habían dejado un poco de agua en el carburador, el capitán tenía que disminuir la marcha en tramos para que “se le pasara el trago”. Hora y media hicimos en el trayecto de regreso en vez de la media acordada. Tiempo en el que hicimos amistad y cambiamos chascarrillos y anécdotas con la tripulación y el folclórico pasaje, de todas edades y condición social. Disfrutamos -vuelvo a confesar- el trayecto a más no poder. Así son los viajes -pensamos-: esperar lo inesperado y disfrutar de ello, es lo importante del asunto.

Al día siguiente, las calles estaban brumosas, silenciosas y frescas. Un panadero exhibía sus delicias bajo la cruz de frente del museo y la gente se arremolineaba a comprar aquellas joyas calientitas. Frente a la plaza de la basílica, las ollas con corundas y tamales desprendían vapores que ocultaban las caras de quienes las vendían. El champurrado y el atole picaban atrás de las quijadas exigiendo probar un trago de ellos. Un saxofón desafinado daba el toque artístico a la fachada de aquel templo religioso en donde se vendían dioses, cielos, y milagros a granel. Los enormes árboles del rededor cobijaban todo aquel encanto como si quisieran defenderlo de influencias exteriores. Las campanas ya sin mucho acento,  predicaban cuentos ya muy platicados. El ambiente pueblerino era sencillamente sobrecogedor. Habría que proteger -cavilamos- todo este romance, que puede ser que esté también en peligro de extinción.

De la Plaza de Don Vasco, ni qué decir; -es tan amplia (dice García Oropeza) que es así de grande, para que quepa en ella toda la noche-. No creo poder describirla mejor.

Grandes bancas. Enormes caminamientos. Rotundas fuentes. Luces adecuadas. Suave música, y parejas de todas clases y edades caminando tranquilamente bajo los añosos arbolones milenarios, hacen de esta plaza un tesoro.

Pátzcuaro: Un patrimonio que debemos de cuidar.

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