Viernes, 10 de Octubre 2025
Suplementos | Por: Pedro Fernández Somellera

De viajes y aventuras

La Laguna de Bacalar y el Akal’ Ki

Por: EL INFORMADOR

Las casitas de Akal'Ki, a un pie de distancia de la laguna. ESPECIAL  /

Las casitas de Akal'Ki, a un pie de distancia de la laguna. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (25/JUL/2010).-  La verdad es que no dejo de sorprenderme de las maravillas que tenemos en el mundo maya en el sureste mexicano.

Mientras caminábamos sin rumbo por las carreteras cercanas a nuestra lejana frontera con Belice, la Laguna Bacalar, de la que muchas cosas habíamos leído y escuchado no dejaba de llamarnos la atención.

Los brillos y reflejos azules que veíamos desde la carretera nos atraían como espejismos que fueran, un “de aquí soy” que tentaba nuestro ánimo viajero.

- “Algún hotelito habrá que nos reciba”, comentamos.

“Los Aluxes”, un pequeño hotel que se veía atractivo y hospitalario, estaba siendo ocupado por el equipo que filmaba alguna angustiosa y moquera telenovela con la que sin cesar nos agrede la televisión mexicana; -ni modo- dijimos.

Pero… el solo nombre del hotelito, que invocaba a los Aluxes (Alushes), aquellos pequeños duendes mayas que hacen travesuras, nos trajo las vibras de que algo mejor estaría esperándonos en el camino. Y así… seguimos nuestro caminar.

La carretera… nada. Pareja, limpia, recta… nada.

Un letrerito de madera, chiquito, que estaba tímidamente colocado entre piedras y cactus, ejerció tal atracción sobre nuestras encandiladas mentes, que bien pudiera haber sido puesto ahí por los aluxes ex-profeso para nosotros.

El consabido freno, palanca, volantazo -y reversa en este caso-, nos pusieron delante de una incipiente brecha que se iniciaba al lado de las letras, que grabadas en un trozo de madera decían: “Akal’ Ki”.

100 metros más delante, un portón de madera nos cerraba el paso. ¿Qué hacer? Lo de siempre: Pitido, cara familiar de “aquí stoy”; cara familiar de “¿quiubóle como stas?”; cara familiar de “¿no te acuerdas?”; cara familiar de “ándale, háblale a tu jefe y dile que ya llegamos”.

Una cara amodorrada y despeinada, sobre un redondo cuerpo yucateco envuelto en una guayabera percudida y muy planchada, lanzó con su mirada y sin hablar la sabia pregunta…

- “¿Qué queren?...”.

- “Pos entrar pa’dentro”, contestamos con enjundia.

- “Pérenme”, dijo mientras se acercaba un teléfono celular a l’oreja de este lado, mientras se espantaba con su mano lodosa un zancudo de la otra.
- “Oiga, quesque aquí está un tal Pedro Fernández que quere entrar”, oíamos que le decía a alguien.

El portón se abrió, y un par de kilómetros delante por la terregosa brecha, no podíamos dar crédito a lo que posiblemente  los Aluxes nos tenían preparado.

Cabañitas naturales; laguna azul de mil colores; sol; arena blanca; palmeras, tules, manglares, silencio, paz y… nada. La delicia de la nada tan poco usual, se sentía en el ambiente.

Y… aunque la desilusión de no recibir al glorioso personaje de la tele, la súper cordial recepción por parte de los dueños del lugar, fue más efusiva y tranquilizadora que si hubiera llegado (siento decírtelo tocayo)  el súper conocido ídolo de la pantalla.

José Ramón Campo; pelo cano, ojo azul, chancletas, guayabera y collares de semillas, con un poco de acento español nos dio la bienvenida, reduciendo con su parsimonia la tonta velocidad con la que podíamos haber llegado.

La laguna blanca, azul, azulísima, morada y verde, que delante de nosotros chocaba contra el cielo blanco, azul, morado, azulísimo y verde, que haciendo un todo trataba de envolver a las pequeñas cabañitas que tímidamente pisaban sobre sus zancos de madera la arena blanca, tapizada de conchas de caracoles, por donde navegaban pequeños pececitos casi transparentes tratando de cobijarse a la sombra de cualquier nube pasajera, nos hizo dar gracias a los aluxes que nos hubieran mandado a ese lugar.

- “Queremos que nos rentes una cabañita”, le dijimos con timidez, y afrontando el temor de que por algún motivo nos negara el estar por algunos días en aquel paraíso.

El “¡Por supuesto!” de respuesta, que sonó más musical de lo que cualquiera pensaría, nos remitió a una pequeña casita sobre la laguna, en donde, una gran cama tendida con blancas sábanas y dosel de manta de cielo, descansaba sobre un impecable piso de madera pulida; un echadero con almohadas decoradas se asomaba a la terraza, igualmente de madera, desde donde, con unos cuantos pasos más, se descendía hasta la blanquísima arena con el agua cristalina y pura de aquel (aunque suene cursi) paraíso, que quizá los aluxes nos tenían reservado.

Un día pasaba; y otro, y otro… y la hospitalidad de aquella reserva llamada Akal’Ki no quería dejarnos salir.

La laguna cambiaba de colores con las pequeñas nubes que pasaban. El agua, que estaba a la punta de un pié de nuestra cabaña, parecía invitarnos a pisar las blancas arenas esponjosas de su suelo. Los pequeños pececitos que hurgaban nuestras piernas, precian decirnos, “no te vayas”; y… nosotros, día tras día, sabiamente les hacíamos caso.

Akal’Ki se llama este bello lugarcito a orillas del Lago Bacalar, no muy lejos de Chetumal en Quintana Roo, tesoro escondido de nuestro México desconocido.

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