Sábado, 14 de Junio 2025
Suplementos | por: sylvia o. gonzález

Cuento corto

Una estrella

Por: EL INFORMADOR

Una noche nos visitaron nuestros amigos los Gómez que vivían a un terreno de por medio de nuestra granja. Eran tierras aquellas muy solas y les gustaba decirnos que solo se habían animado a construir su casa, hasta que vieron a los albañiles construyendo los cimientos de la nuestra.

Al despedirse, después de haber compartido una grata velada, salimos todos, adultos y niños incluidos, a despedirlos. Era tan linda la noche, que caminamos junto con ellos acompañándolos casi hasta su casa. En el trayecto nos deteníamos a cada momento con motivo de la plática. En una pausa de esas, nuestro vecino se puso a observar con detenimiento el firmamento, maravillado de las estrellas, que esa noche en particular refulgían de manera muy especial.
Después de observarlas, le dijo a mi hermana que era más pequeña que yo: “Mira... ¿ves esa estrella?, (señalándole la más bonita de todas), ¿la ves...? -insistió-, pues te la regalo”. Y sin agregar nada más, se alejó de nosotros, encaminándose a su casa. Yo me quedé observando la estrella regalada. El cielo estaba lleno de ellas, a cual más de bonitas, eran tantas que no era posible contarlas. Y ninguna era mía...

Desde entonces cada vez que veo una estrella pienso que no me pertenece, que a mí nadie me ha regalado una. Que si quiero llegar a poseerla deberé luchar mucho para llegar a conseguirla. Porque un lucero no se vende en ninguna parte que yo sepa.
La amistad con nuestros vecinos perduró más allá de cuando el señor Gómez, que le obsequiara una estrella a mi hermana, se fue con ellas. Y con él la esperanza de que algún día a su vez me regalara una.

Mucho tiempo transcurriò para que entendiera que no me podía pasar la vida esperando que alguien que tuviera vocación de regalar estrellas, me diera esa gran alegría. Fue duro, pero terminé por hacerlo. Sin embargo en mi interior había un vacío muy grande, tan grande que podía caber una estrella...
Hay noches muy particulares en que brillan más que en otras, es en esas noches cuando he procurado estar cerca de alguien que pudiera obsequiarme una. Pero nunca llegó a suceder... y seguí al acecho de una noche de astros refulgentes.

Llegué a pensar, en que antes de que fuera testigo de cómo le regalaran una a mi hermana, yo consideraba que simplemente estaban allí en el firmamento, que nos pertenecían a todos y a la vez a nadie en particular, que cualquiera podría tomarlas. Pero ese día me di cuenta de que no era así, que había que esperar que nos fuera obsequiada.

Yo la verdad, penaba por tener una. Atisbaba con disimulo qué cosa hacía mi hermana con su estrella. Que la llevaba siempre consigo, feliz de poseerla. Un día no pude contenerme más y le pregunté que si ella algún día había soñado con tenerla, me miró extrañada y no me contestó, pero como yo le insistiera, no tuvo otro remedio que darme una respuesta. Diciéndome así: “No... no desee tenerla...”. “Entonces...”, la interrumpí con premura... pero ella a su vez, quizás al reconocer esa mirada mía que tan bien conocía, de cuando éramos muy pequeñas y nos disputábamos una muñeca, exclamó rotunda: “¡Pero ahora no podría vivir sin ella!”. Desanimada no insistí, aunque no sé hasta dónde hubiera sido capaz de llegar si ella no me pusiera un límite. Ahora lo mío era obsesión, podía tener quizás una puesta de sol, o la brisa del mar, pero no una estrella…

Sufrí aún mas cuando me fui dando cuenta de que no sólo mi hermana poseía una, sino que pululaban por doquier los dueños de ellas, eso sí con bastante discreción... Al tomar conciencia de esto, mi corazón conoció la envidia, y el espejo me dejó ver mi rostro verdoso producto de este feo sentimiento, y no me gusté en absoluto, entonces me reproché a mí misma, tal bajeza... solo con este pensamiento, mi cara volvió a su tono natural.

Por años distraje mi mente, dedicándome a lo mío, dejé de pensar en quiénes tenían o no un astro. Paulatinamente me fui sintiendo más tranquila al respecto, a pensar que me había curado de esa dolencia… Pero la sucesión de noches era una tentación demasiado fuerte, no verlas... no pensar en ellas... estaba fuera de mi control. Llegué a reconocerme como adicta a las estrellas, pero qué ironía la mía, ¡si ni siquiera tenía una...! Entendí que debía seguir con mi vida, con o sin ella.

Los años se sucedieron insensibles a mi desdicha, cambiamos de siglo, y yo seguí fingiendo que todo en mí estaba bien. Acudí a un concierto de cámara en solitario, al terminar, decidí caminar un rato antes de dirigirme a mi casa, la noche era muy hermosa, solo caminaría me dije, (conociéndome hice la advertencia). Al igual que yo, había por allí una que otra pareja disfrutando de la noche. De pronto me llamó la atención un grupo de niños, ‘un poco tarde’, me dije, ‘para que anden solos’. De pronto la serenidad del momento se vio interrumpida con el llanto de un pequeño, presurosa me encaminé hacía ellos. Se trataba de una niñita, la cual lloraba inconsolable, le pregunté, qué tenía, pero ignoró mi pregunta, al insistirle, entre sollozos me lo dijo, sólo que no logré entenderla.... era tal su llanto... No pudiendo soportar su dolor, con afán de consolarla, sin pensarlo, le dije: “no llores, mira, (y le apunté hacía el firmamento), te regalo una estrella, escógela”, la niñita dejando de llorar, señaló hacía la más hermosa, sonriendo me dijo: “¡Esa quiero!” Y siguió jugando, olvidándose de mí. De mí, que en ese preciso instante me vi invadida con la luz de una estrella al fin mía…

Tapatío

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