Domingo, 15 de Junio 2025
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Crónica

Subir al cerro

Por: EL INFORMADOR

Quise subir un cerro para dejar atrás mi vida cotidiana por un momento, y así tener un mejor perspectiva de la situación. Si se pudiera, me gustaría obtener un vista panorámica, como la que obtuve del hermoso lago de Chapala, subiendo uno de los magníficos cerros que, por fortuna, aún no están fraccionados a espaldas de Ajijic.

Me invitaron dos amigos a treparlo un domingo de diciembre al mediodía.
Escogimos uno de los caminos que van a dar a una pequeña capillita que, desde el pueblo, luce como una simpática miniatura, una casita de una arco, perdida entre el tupido vello que cubre los paquidérmicos cerros y montañas que custodian el lago.

El camino consistió en una estrecha y empinada veredita. Mientras nosotros íbamos, dos gringas bajaban, en shorts y con zapatos de escalada. Entre una y otra había una distancia considerable. Las dos saludaron diciendo simplemente “Hi”. ¿En qué mundo viven los extranjeros que viven en México y son incapaces de saludar en español?

Uno pensaría que subiendo al cerro, entrando en contacto con eso que llamamos “la naturaleza”, se puede tener con más facilidad, digamos, una experiencia contemplativa. Pero los números romanos de las piedras nos recordaban que para los mexicanos subir un cerro equivale a chutarnos un viacrucis. Recordé entonces otros cerros mexicanos y confirmé que nuestros paisajes tienen ideas fijas.

La capilla –aquella simpática miniatura de la que hablaba- me pareció tétrica en exceso. En especial un muralito de unos árboles sin hojas pintado en una gama de grises y una frase lapidaria escrita con letras doradas. Entrábamos de alguna forma en el bosque encantado de nuestro cuento de hadas nacional y también internacional.

Mi amigo recordó entonces que en el tianguis cultural hay tipos que se cuelgan del pellejo con los brazos extendidos (no sé si provengan de California).  Supongo que lo hacen por deporte o como una demostración de su “fuerza de voluntad”. También se encajan ganchos en la espalda y jalan autos estacionados (tal y como quizá usted lo vio en televisión).

Nos fuimos vereda arriba, buscando que el paisaje nos hablara de otras cosas, o que de plano no dijera nada. Fue imposible, entre otras cosas, porque a nuestro amigo le dio por cantar rancheras e interpretar otros ritmos autóctonos.

Como era de esperarse, encontramos basura, no poca. Botellones de pet y bolsas de papitas. También encontramos un billete de 20.
Tomamos fotos.

Nos establecimos en un claro del cerro junto a un árbol que nunca supe cómo se llamaba (tampoco pregunté).  Hace poco leí una entrevista con un escritor mexicano que se vanagloriaba de que su hijo pequeño sabía llamar a los árboles por sus nombres y eso sí se me hizo la gran cosa. El árbol al que me refiero estaba repleto de unos frutitos a medio camino entre una guayaba verde y una granada china.

Alguien pasó detrás de nosotros y yo me pregunté si nuestra excursión podría tomar un giro inesperado.

Entonces nuestra amiga tomó su báculo y contó una historia de una viejecita ciega que vivía ahí en el cerro, desde hace muchos años, pero que ya estaba muy pero muy cansada (y triste),  y se quería deshacer definitivamente e irse por fin a su casa.

También nos contó la historia de unos hombrecillos de cristal que viven ahí en el campo y traen algunas brisas refrescantes. De tan buenas ondas que son se convierten en cuarzos.

Las historias fantásticas prosiguieron hasta que el sol empezó a caer y las hileras de luces se encendieron allá abajo en el pueblo, dándole una apariencia de maqueta.

El lago estaba hecho un espejo azul anaranjado.

Entonces regresamos.

Tapatío

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