Lunes, 13 de Octubre 2025
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Clavos en los pies

Los juegos sobre guerra de los niños de los ochenta parecen haberse hecho realidad

Por: EL INFORMADOR

Los niños de los años ochenta encontraban en una construcción un buen sitio para jugar a la guerra o policías y ladrones. EL INFORMADOR / A. García

Los niños de los años ochenta encontraban en una construcción un buen sitio para jugar a la guerra o policías y ladrones. EL INFORMADOR / A. García

GUADALAJARA, JALISCO (08/FEB/2015).- De niño jugué muchas veces en casas a medio construir, entre montones de arena, escombro, varillas oxidadas y tabiques sin colocar. Aunque alguna vez fui correteado por uno de esos perros con que ciertos alarifes trataban de espantar a los intrusos, en general tengo la impresión de que era cosa más o menos común usar las obras como campo de recreo. No recuerdo que nos atrajera, a mis amigos y a mí, la posibilidad de robarnos un taladro o el alambre de cobre, sino el magnetismo de un lugar con altozanos y zanjas para esconderse y piedras para arrojarse a la cabeza. Quizá eran tiempos más ingenuos.

Recientemente, un hermano y un par de amigos han emprendido trabajos mayores en sus propiedades: dos edificaciones y una remodelación a fondo. A ninguno se le hubiera ocurrido dejar abierta la obra para que entraran curiosos (y mucho menos niños, porque se les llega a accidentar uno y les cae encima una clausura y una demanda de responsabilidad civil que ahí los hallan). Incluso con malla ciclónica, candados, y velador, todos sufrieron hurtos de material y herramienta y tuvieron que superar incluso alguna tentativa de incendio.

Una rápida encuesta entre conocidos me da los datos (sólo lateralmente científicos, si se quiere) de que pocos de sus hijos juegan en la calle, salvo en los llamados cotos. Y muchos menos son los que se cuelan a jugar a construcciones: la posibilidad de que se les entierre un clavo en el pie o les peguen una pedrada les parece a mis conocidos sencillamente inaceptable. Insisto: quizá vivimos tiempos cándidos y no lo sabíamos. O quizá los niños, como generalmente ha sucedido en el mundo, les cuentan a sus padres menos de la mitad de lo que realmente hacen. Aunque me queda claro que la vigilancia es más estrecha que en mi infancia.

En mi calle no juega un solo niño (puede argüirse que vivo en un área “envejecida”, por céntrica, y los menores de edad, que los hay por miles, son más visibles en múltiples zonas de Zapopan o Tlajomulco). Por lo tanto, no me ha tocado contemplar de primera mano actividades como las que solían darse en mis tiempos, que a estas alturas suenan un tanto absurdas. Como, por ejemplo, un torneo callejero de presuntas “artes marciales” en el que participamos todos los de la cuadra, inspirados por el éxito del abominable Karate Kid, y en el cual a mi amigo Héctor le tiraron dos dientes de una patada. Tampoco he visto, y menos mal, escenas clásicas y deplorables, como la del niño que le levanta las faldas a una niña y el subsecuente bofetón. ¿Se trata de costumbres que cambiaron o de que el punto de vista enmohece, con la edad, y uno deja de percibir a los niños como los seres complejos que son y trata de asimilarlos a sus propios recuerdos (falseados por los años)?

Por otro lado, también es verdad que los peligros a los que uno se consideraba expuesto a principio de los años ochenta parecían diferentes. Había narcos, secuestros, asesinatos, sí, pero la percepción era que sólo podían sucederles a personas lejanas (esta idea escapista, típica de la clase media, explica la resistencia actual de muchos a aceptar que vivimos una ola imparable de violencia). ¿Otra distorsión de la memoria? ¿O será quizá que el crimen, que siempre existió, se ha extendido sin respetar fronteras sociales, culturales ni geográficas y ahora nos toca literalmente a todos?  
A la vuelta de casa hay una obra. No tiene velador ni perro: no hay niños jugando guerritas en sus trincheras. La guerra, la de verdad, salió a las calles.

Tapatío

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