Lunes, 11 de Noviembre 2024
Suplementos | Dejó de ensamblar máquinas tragamonedas para irse de sepulturero

Bajar a los muertos y andar entre sus tumbas

Un partido de futbol cambió su vida: dejó de ensamblar máquinas tragamonedas para irse de sepulturero

Por: EL INFORMADOR

Criptas. Ramón Ortega trabaja en el Panteón de Mezquitán, y para él, ''el negocio'' ya no es lo que hace un año. ESPECIAL /

Criptas. Ramón Ortega trabaja en el Panteón de Mezquitán, y para él, ''el negocio'' ya no es lo que hace un año. ESPECIAL /

GUADALAJARA, JALISCO (18/AGO/2013).- Un partido de futbol definió el futuro de Ramón Ortega hace seis años. Pocos días después de aquel encuentro deportivo, encontró el oficio que desempeña hasta hoy: sepulturero en el Panteón de Mezquitán. Sí, ambos hechos están relacionados. Sí, incluso a él le sigue sorprendiendo.

A las 8:00 horas no hay caminantes. Los llantos y rezos simplemente no existen. La gente que lanza agua a las tumbas para disimular los signos del descuido llegará más tarde. Los niños que preguntan a quién van a visitar a ese panteón probablemente siguen dormidos. Los adultos que están presentes cada Día de Muertos o Día de las Madres seguramente se preparan para ir a trabajar.

En ese momento, los sonidos que se pasean entre las tumbas del Panteón de Mezquitán son otros. Hay un concierto de aves que nadie aplaude. Las palas se estrellan contra el pavimento para recoger la basura del día anterior y las ramas que ya no pertenecen a ningún árbol. Un chorro diminuto se esfuerza por llenar la fuente que está al centro de todo. Un perro ladra cada vez que ve a un desconocido. Un motor se enciente esporádicamente; es una camioneta que abordan trabajadores del Ayuntamiento de Guadalajara y que ronda los caminos que se abren entre las criptas. Sobre ese vehículo va Ramón Ortega, envuelto en una camisa gris y percudida.

Él y otros compañeros se encargan de recolectar los desechos que previamente fueron separados y de transportarlos en el camión.

Mientras dos se encargan de echar los deshechos al camión, otros se toman un pequeño descanso, recargados en una de las tumbas. Son las primeras horas de trabajo, pero más vale ahorrar la energía que se pueda, para aprovecharla en las horas en las el sol les apuntará con una lupa. Ramón accede a contar su historia; lo hace más por presión —“que te hable él”, dicen sus compañeros— que por gusto, pero conforme recuerda sus pasos en el oficio, su forma de hablar cambia, su soltura es cada vez mayor. De entrada, describe parte de sus tareas: “(Se trata) de bajar a los muertitos”.

Aquel partido

Hace seis años la ocupación de Ramón Ortega era radicalmente diferente: se dedicaba a ensamblar máquinas de juegos tragamonedas. Fue un partido de futbol lo que le cambió el rumbo: un día asistió a un juego dentro de una liga que, dice, en aquel tiempo tenía el Ayuntamiento de Guadalajara, a invitación de un amigo suyo que trabajaba en el cementerio. Después de estirar las piernas, sudar y patear el balón, ese camarada le invitó a trabajar en el panteón. Él aceptó cambiar en ensamblaje por los ataúdes.

El oficio ya no es lo que era. Cada vez menos gente opta por enterrar a sus muertos ante la disminución en los costos que ofrece la cremación. En el Crematorio Mezquitán, que depende del Ayuntamiento de Guadalajara, el servicio cuesta mil 966 pesos; el costo total con una agencia funeraria, tomando en cuenta el ataúd, el velorio y los trámites, ronda los siete mil 500 pesos. Un lote a perpetuidad en un panteón privado puede tener un costo de más de 70 mil pesos. Hasta hace dos años, los organizadores de la Expo Funeraria apuntaban que las personas eligen la primera opción en Jalisco al menos en 60% de los casos.

Ramón desconoce estas cifras, porque él tiene sus propios indicadores: hace un año, se llevaba de propina hasta 400 pesos diarios, más su sueldo de cuatro mil pesos quincenales; hoy, si acaso, logra obtener una propina de 50 pesos, no más. Pero la gente que culpa tiene, dice, si es la situación general la que provoca la disminución en los ingresos.

La baja en las propinas está totalmente relacionada a la disminución de servicios, también de un año a la fecha. En los mejores tiempos —al menos para sus bolsillos—, traían al Panteón de Mezquitán más de cinco ataúdes diarios. Hoy esa cifra llega al máximo de 10 por semana. A falta de cuerpos para bajar a las tumbas, él y sus compañeros se dedican a darle otros servicios al cementerio municipal. A veces se queda hasta que termina el último entierro, cercanas las 19:00 horas —su hora de entrada es a las ocho de la mañana—, pero no consigue mejor suerte.

Para la muerte, mucho respeto


La primera vez que bajó un muerto por ese hoyo profundo estaba nervioso. La gente lo miraba con atención, ellos daban el último adiós a quien iba dentro del ataúd. Sus nervios eran provocados por los sollozos que lo rodeaban, pero especialmente por la posibilidad de que la caja se le resbalara de las manos, con todas las reacciones que esto podría provocar. Para su fortuna, ese día no pasó nada parecido. Tampoco en los que le siguieron. Y, ciertamente, espera que nunca suceda. Porque a la muerte, dicho sea de paso, le tiene respeto.

La muerte le vino a cambiar la perspectiva de la vida. El constante contacto con los cuerpos inertes, que ya no provocan los nervios de aquel hombre que apenas comenzaba en el oficio, sí le hace pensar, dice, en cosas que no había analizado. “Más que nada piensa uno en la familia y como que recapacita un poquito más”, expresa mientras levanta la cara y trata de recordar alguna otra enseñanza o reflexión que le hayan dejado esos años. No encuentra nada más, pero insiste: lo que le importa es velar por su familia.

Mucho riesgo y poca paga


A decir verdad, no tiene mucho de que quejarse. Al menos así lo considera. Ramón no cree que cuatro mil pesos quincenales sean una fortuna; pero revisa la situación de muchos de sus amigos y valora aún más ese salario. Entre sus conocidos hay gente que no tiene trabajo. Él, bien o mal, tiene la certeza de recibir su pago: “Nos merecemos más, pero ahorita sabe, pues más que nada estamos conformes con nuestro trabajo y el sueldo, otros batallan más, nosotros, llueve o truene, tenemos ganado nuestro dinerito”.

Ahora, si compara el sueldo que percibe con los esfuerzos y riesgo físicos que conlleva el trabajo, ve una clara disparidad. “Arriesgamos mucho nosotros en las excavaciones”, y otra vez trata de recordar algún incidente que respalde el dicho. Tampoco encuentra uno claro, porque dice que afortunadamente no ha sucedido un incidente qué lamentar. Pero de que hay riesgos, los hay.

Siempre existe el riesgo de que las paredes de tierra se derrumben mientras ellos siguen cavando lo que será una tumba. A su compañero —el mismo que lo lanzó frente a la grabadora y que minutos atrás partió con el camión que transporta la basura— ya se le ha ocurrido, pero no ha pasado nada grave. La otra es que les caiga una piedra mientras se encuentran cavando el orificio. Una excavación de dos metros y medio dura dos horas y media en las que cualquier cosa puede pasar.

No hay protección alguna que los salve en caso de una emergencia. ¿Le han pedido ayuda al Ayuntamiento de Guadalajara? No, porque trabajar con algún tipo de protección es incómodo y no permite que los brazos se muevan libremente. El único material que utilizan es la pala, el pico y una cuerda, a la que se mantienen amarrados. Y a falta de otro sistema, cada vez que alguien excava, otro está atento para echarle la mano durante cualquier emergencia.

Quizá sea la costumbre de pasear entre tumbas lo que le hace medir menos los riesgos. Su labor se encuentra en ambos sectores del panteón y cientos de criptas lo rodean en todo momento. Ya cercano el mediodía, aún sin ningún servicio para trasladar a un muerto a esa que se dice que es su última morada, Ramón y sus compañeros descargan el camión y mueven de un lado a otro bloques de cemento, con los que se construyen las criptas. Muchos provienen de aquellas donde una familia pidió exhumar un cuerpo. Será mucho el riesgo, pero cuando se le pide posar ante la cámara, inmediatamente toma una cuerda y muestra cómo bajar por ese orificio que prácticamente le duplica la altura. Es como si optara enterrarse por su propio pie. Ese deporte de bajar y subir en cuestión de segundos lo tiene bien dominado.

Ramón tiene 35 años, una esposa y tres hijas. Las cremaciones, las propinas y todo lo que rodea el oficio es algo que está dispuesto a soportar. Le gusta su trabajo y no piensa en abandonarlo en el corto plazo. Después de seis años, en cuerpo se acostumbra a estar a tres metros bajo tierra.

Tapatío

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