Suplementos | Sueños callejeros Artistas de primer cuadro Son expertos en su disciplina y personajes atípicos del Centro Histórico. Inspiración y monedas son los ingredientes requeridos para seguir su sueño Por: EL INFORMADOR 24 de septiembre de 2011 - 03:17 hs El joven manos de tijera tapatío, sorprende a propios y extraños en el Centro Histórico de esta ciudad.A. GARCÍA / GUADALAJARA, JALISCO (24/SEP/2011).- Las historias que aquí se cuentan son reales, pero no lo parecen. Un grupo de niños en la calle que sueña con ser la nueva sensación del canal de las estrellas; un pintor orate que aspira a ganar el premio del Salón de Octubre con una obra que sólo existe en su imaginación; un trío de dos personas añejas y olvidadas que esperan el final de sus días para poder decir “morimos pobres, pero felices”; una copia exacta de una leyenda de la televisión mexicana que sueña con volver a ver a sus hijos; y un joven manos de tijera que pasea por las calles de Guadalajara esperando jamás despertar a la realidad, porque dice, “en esta ciudad no se valora el arte del performance”. Cinco historias reales que comienzan con sueños, porque la realidad o el destino ya no dan para comer. Estás entrando en el mundo de los sueños; un mundo misterioso y fascinante donde las reglas de la realidad no aplican. Estas son historias reales, sueños de la calle. Un trío de dos ancianos Las leyendas se construyen de pasados gloriosos, no de presentes funestos. Son las ocho de la noche y la marabunta humana que habita el Centro Histórico los ve ahí, sentados y apacibles, como adornos vespertinos del corazón de la ciudad. Son el trío Añoranza, un trío con dos integrantes. Sí, aunque parezca mentira este es un trío que toca lo que ellos califican como “la mejor música, la que llegó para quedarse”; un trío al que le hace falta un integrante y ya se verá por qué. Juan Manuel Zamora tiene 65 años y una sonrisa cordial. Toca vals y polkas con su guitarra en el andador Colón, esquina con la calle López Cotilla. Su compañero Manuel Gómez, en el violín, tiene 87 años y la mirada llena de cataratas. Ambos son el trío al que le falta un integrante, y es que a su compañero Héctor Mora le han robado la guitarra en una noche que andaba por el Mercado San Juan de Dios; son fieles a la Ley de Murphy que dice que si puede ser peor, lo será. Este trío suma más de 200 años de experiencia que nadie reconoce. Son viejos, pobres y olvidados. Todos han tocado en orquestas importantes de la entidad: Juan Manuel, por ejemplo, dice que tocó durante 30 años en la Orquesta Típica de Guadalajara. Que después de ver a su maestro, Manuel Gómez, quien tocó en la Filarmónica en sus buenos tiempos y ahora lo ve sin empleo, decidió empezar a tocar en la calle: “A uno sí le da sentimiento, pero hay que tocar hasta que nos llegue la hora”. Todas las tardes, en tres horas, gana entre 50 y 80 pesos por tocar más de 70 melodias. “La gente que no es de aquí es la que nos valora más, las (personas) que se sientan en las banquitas, las que nos aplauden; ¿Que por qué? no sé, como que piensan que nunca van a tener nuestra edad”. Ninguno de los tres está casado, ninguno de los tres aspira a mucho. Quieren acompañarse mientras llega el final. “Sí, que toquen en mi velorio, porque la música es lo más bello que puede existir”, dice Juan Manuel, quien no para de insistir que le gustaría que la gente los contratara, “que nos inviten a sus casas, no se van a arrepentir”. Y da una tarjeta con el 36442281 como número de contacto, que cobran mil 200 si quieren trío, pero que por 800 ofrecen una serenata muy “decentita y garantizada, con una guitarra y violín”. Que la vida es dura y que siempre olvida, que sueñan con “entregar cuentas a Dios tocando y haciendo lo que nos gusta”. *El Parco, un pintor orate “¿Qué es eso que está haciendo?”, preguntó el reportero. “Allá, atrás, están las Farmacias Guadalajara, ve y cómprame un virote”, contestó el hombre. Lleva un radio portátil sin baterías colgado al pecho. Una gorra sucia y, entre el cabello y el sombrero, un trapo que le cubre la cabeza, haciéndolo lucir como fariseo. Una sudadera derruida y unos pantalones con manchas de mugre son el vestuario de un tipo sentado en una de las bancas de la Plaza de Armas. No quiere hablar hasta que alguien le dé algo de comer, porque tiene dos días que no desayuna. “Traigo unas galletas”. Las toma (un paquete con ocho de ellas), las ve, las abre, huele, mordisquea… ya que le han gustado comienza a decir que se llama El Parco y desde hace un par de meses se sienta ahí porque está haciendo una obra de arte: “Lo voy a meter al concurso del Salón de Octubre; sé que no voy a ganar, porque ahí nomás eligen a los que tienen trayectoria, aunque las obras que meten están bien gachas”. Sobre un lienzo de manta tiene el bosquejo de un paisaje del Centro Histórico, con el quisco de la Plaza de Armas en primer plano y las torres de la Catedral flanqueando el dibujo. Todo en fondo negro. El Parco observa su trabajo, o lo que queda de él; acaricia la manta maltratada y sucia, y continúa la charla: “El año pasado el tema fue el Bicentenario (de la Independencia) y presenté este mismo, para este año es de los Panamericanos y como éste ya lo tengo hecho, ahorita nomás le pongo una bailarina ahí a medias y ya quedó”. Se sienta en el suelo, tiene pinceles de varios calibres y un bote con agua donde, se supondría, remojaría las cerdas. Pero la verdad es que no tiene pintura. Ni en su camisa, ni en sus manos, ni en sus uñas hay rastro de ella. “A mí la inspiración me la da un hada que me va dando la guía… bueno, no es un hada, es como una energía que me va diciendo qué poner”. Dice que estudió en los años setenta en la escuela anexa a La Normal, que conoció la FEG y la FER cuando había “bajes” a las tiendas de abarrotes; que su papá era un gran futbolista que no llegó a ser jugador del Guadalajara porque tenía apellido libanés: “Ahí no quieren a los extranjeros”; y que él llegó a ser de las fuerzas básicas de la Universidad de Nuevo León, “era bueno, pero que no sé qué me pasó después”. Mordisquea otra galleta. “Pintar es como andar en la selva, no necesitas quién te enseñe, es aventar trazos, como cortar maleza”, agarra un machete imaginario y s urca el aire con su locura, “es como Maradona, a ver, ¿quién le enseñó a ser el mejor del mundo? Nadie, ¿verdad? Así es esto”. Han pasado los minutos donde cuenta que él no es pobre, que no pide dinero, que su obra estará lista en un par de días más, que ya no vendrá más al Centro Histórico después de las 10 de la mañana, porque ya habrá terminado. “¿Y la pintura?”, se le pregunta. “Ahorita me la invento”, dice. La historia ha terminado y él ahora invita: “Mañana vente con otras galletas y te platico cómo ganar un premio, aquí estoy diario”. Cuando un loco parece completamente sensato es quizá momento de partir, porque la locura, la verdadera locura, decía Unamuno, “nos está haciendo mucha falta, a ver si nos cura de esta peste del sentido común que nos tiene a cada uno ahogado”. ''Pintar es como andar en la selva, no necesitas quién te enseñe... es aventar trazos, como cortar maleza; es como Maradona, a ver... ¿quién le enseñó a ser el mejor del mundo? Nadie, ¿verdad? Así es esto.'' El Parco, “pintor” callejero, un artista que en la Plaza de Armas tiene su lugar. Alter ego a unas tijeras Han pasado 20 años desde que Johnny Deep personificó a Edward Scissorhands en una película estrenada en México el 14 de junio de 1991. Él tenía cinco años cuando El joven manos de tijera llegó a nuestro país. El nombre de este hombre es Fernando Martínez, cuyo afán por promover la representación callejera con toques “artísticos”, lo ha llevado a interpretar a este legendario personaje creado por Tim Burton. Dar con él no es tan difícil como parece. Es una leyenda urbana, sin horarios ni prototipos. No cobra por tomarse una foto ni tampoco teme que alguien lo ofenda. Según una nota publicada por este mismo medio (EL INFORMADOR, 04 de diciembre de 2010), cuando alguien tuvo la fortuna de platicar con él, este joven, comunicólogo de profesión, dice que “no debe haber tanta gente cerrada, hay quienes piensan que uno lo hace por juego o por llamar la atención. Lo que le hace falta a mucha gente de Guadalajara, es adquirir un poquito más de conocimientos para que poco a poco se vaya liberando esto (el arte callejero) y haya más diversidad cultural”. La primera vez que salió a la calle con tijeras como extremidades fue en 2006, con un vestuario mucho más austero al que hoy porta. Pantalones entubados de cuero, chamarra oscura y un peinado característico se suman a las tijeras y fierros que cuelgan de sus manos. En una ocasión tomó el trolebús de la ruta 400 en la calle Independencia y 16 de Septiembre; sus manos de humano eran reales cuando pagó: dedos, nudillos y quizá sudor, como todas; pero le dio tanta pena que lo vieran como el humano y sin el personaje, que se bajó a las tres cuadras víctima de las miradas lascivas de los morbosos. Pero, ¿por qué elegir ese personaje? Fernando considera que la elección se rigió con base en la complejidad y misterio que emana, además de saber que el reto de interpretación sería enorme. Mantener la pose por varios minutos o caminar por más de seis horas con una mímica casi estática, con una gesticulación seria y abstraída es una “disciplina”. Nadie lo busca pero todos lo encuentran. Es el Joven manos de tijeras tapatío. Es la fortuna de encontrarlo por las calles del Centro Histórico lo que mantiene la expectativa de sus seguidores. Y es, junto con todas estas historias, un personaje que sueña con una realidad que sólo se admite en los sueños, un mundo misterioso y fascinante donde las reglas de la realidad no aplican. Son los sueños de la calle. El ruido de los niños Jesús está haciendo un berrinche que les puede salir muy caro. Son las siete de la tarde en la Plaza de Armas y Chuyito es el menor de los seis niños que tocan música de banda con instrumentos hechos de basura: trompetas de mangueras retorcidas, cubetas utilizadas como tambores, un rollo de papel industrial forrado de cinta adhesiva que hace las veces de tambora. Basura que combinada con energía da como resultado un ruido estruendoso que es imposible no escuchar a tres cuadras a la redonda. Chuyito es un niño flaquito que está sentado detrás de la catedral con cara de puchero. De los seis chamacos es el único que no tiene instrumento. Mientras, El Pelón, Cuvenalga, El Oso, El Bizco y El Gordo tocan lo más fuerte posible. Chuy está triste porque alguien olvido la tuba, un instrumento hecho con manguera industrial. La palomilla le dice que pare, que no chingue, que la gente se les está yendo sin dejar las monedas que les sacan las sonrisas. El nombre de esta agrupación es Reciclation, mote que reciben por esos instrumentos sacados de algún viejo bote de basura. Son niños entre los nueve y 14 años que todos los días, religiosamente y después de la escuela, llegan al Centro Histórico a buscar gente que se detenga un momento para reír y fotografiar sus ocurrencias con un celular. Con la estridencia con la que tocan vomitan energía, han ensayado coreografías para mover sus diminutos cuerpos al son que toca su imaginación, porque la verdad, a pesar de que dicen que ensayan, es más el bullicio que generan que la música que se escucha. Jorge Alejandro Salcedo es el líder, e l de los tambores. Toca fuerte. Se planta duro para estallar con sus baquetas las cubetas de dónde saca el ritmo. Presumido y con 14 años, es el más grande de la banda. Dice que fue él quien inició la banda con amigos y luego con sus primos, los Salcedo; que lleva la música en las venas, porque un tío trabajó en la Banda La torera, y que ha sido él quien les ha enseñado a los demás a llevar el compás y el ritmo que la música requiere. Que también está feliz porque hoy sábado, el grupo estrena el uniforme que les costó mil pesos por cabeza. Jorge es El Pelón y afirma que no dejarán de tocar en el Centro Histórico, ni de buscar un andador que les dé de comer hasta que cada integrante pueda comprar su propio instrumento y puedan cumplir su sueño de ser una banda sinaloense profesional; y es que en octubre cumplen un año de servicio y apenas han podido adquirir un par de platillos. “La lana es para comprarnos cosas en la escuela, los uniformes los compramos con algunos ahorritos”. Todos los días salen en un camión de la colonia Lomas del Paraíso al corazón de la ciudad. Tienen miedo de andar solos en un centro “histérico”, al que sus papás les dicen que no vayan con la boca pero sí con las entrañas, “porque nos estamos enseñando a ganar nuestro dinero”. Que quieren llegar a ser una gran banda, salir en la tele, dar autógrafos. Quieren ser felices. Jesús ha terminado de hacer berrinche, ahora sonríe. Se para de su asiento y le quita la trompeta a un compañero. Pide que toquen El mentiroso, su canción favorita. Ahora se ve por qué le pedían sus compañeros que se levantara; el niño tiene carisma, atrae más gente, con su sonrisa pícara es un imán de monedas. Es el más fotografiado con sus zapatos de charol y un short azul que le descubre sus flacas piernas. Él… ellos… todos sueñan. “Qué pasó, qué pasó, vamos a’i” Las únicas dos diferencias entre Ramón Valdés del Castillo y Benjamín Villegas Orozco es que el primero nació el 2 de septiembre de 1923 y el segundo, el 5 de junio de 1960; la otra diferencia es que el primero murió millonario con su personaje de Don Ramón mientras que Benjamín gana 150 pesos diarios, sólo que él no es ningún personaje; Don Ramón, ese protagonista sacado del Chavo del Ocho, ha encarnado en él. De ahí en más, no hay ninguna diferencia. Benjamín es el Don Ramón de la perla tapatía: en su rostro existen las singulares patillas largas y despeinadas, las arrugas en la piel, los brazos cadavéricos, el singular caminado; viste la mezclilla percudida, playera azul marino desgastada, un gorrito maltrecho y los singulares tatuajes de marinero con los que Ramón Valdés se hizo famoso en la serie televisiva escrita y dirigida por Roberto Gómez Bolaños, Chespirito. Son las tres de la tarde en el Centro Histórico de Guadalajara, la hora de la comida; por lo que Benjamín aprovecha para sacar su guitarra “made in” Paracho, a la que le ha pegado una calcomanía con el rostro de Ramón Valdés personificado. Toca en las calles y en los mercados. Su zona de “artisteada”, como él dice, es el primer cuadro de la ciudad. Cuenta que le gusta cantar en el Mercado Corona y de ahí va bajando por el Andador Morelos, para que los niños le pidan una foto por la mínima cantidad 10 pesos. “Es pa´ que vean que no es un juego, que soy un artista”. Benjamín Villegas Orozco es originario de Tlaltelongo, Zacatecas. Él conoció a Don Ramón visitando casas que tuvieran televisión y que cobraban un 20 por ver la función. Desde hace años se dio cuenta de su parecido con el gran deudor de rentas en la vecindad del chavo y por eso fue aprendiendo frases como “¡Me lleva el chanfle!”, “Tenía que ser el Chavo del Ocho”, “¿Me está amenazando de barriga señor muerte?”, porque presentía que algún día la vida le podía cambiar. Por más irónico que pueda parecer, hay que decir que Roberto Gómez Bolaños creó un personaje basado en la vida de Benjamín. La vida de Don Ramón apenas es un remedo lo que ha sufrido de este zacatecano. Benjamín es un hombre separado de su familia que no ve a sus hijos desde hace 18 años, porque su suegra lo apartó de su esposa. Le gusta echarse sus cigarritos; no paga renta, porque vive con su madre en la zona de San Gaspar. Canta y le gusta rascarle a la guitarra, por eso dice que su episodio favorito del Chavo del ocho es cuando Don Ramón les enseña a tocar al chavo y a Quico. Y canta: “De colores, de colores se visten los campos en la primavera”, con esa voz aguardientosa que Dios le regaló para decir que él es más original que el mismo Ramón Valdés. “Benja” es el quinto hijo de ocho hermanos que llegaron a Guadalajara en la década de los sesenta. Ha trabajado de albañil, fontanero, pintor y comerciante. Desde que salió en un programa de televisión dice que la vida le cambió, que la gente que lo reconoce le pide fotos y que diga sus líneas. Extraña, “más que a nadie en el mundo”, a sus hijos, que por eso hoy hace esto de ser Don Ramón, para poder convivir con los niños a los dejó de ver cuando tenían 11, nueve y siete años. Que le duele, dice. “Es que no me tuvieron paciencia, como al Chavo”. La suerte de este hombre de 51 años lo ha llevado allende las fronteras; mientras Ramón Valdés viajó por América Latina con el personaje al que Doña Florinda abofeteaba sin cesar, Benjamín tuvo que buscar un mejor futuro de mojado. Ha vivido en Los Ángeles, Chicago, Wisconsin y Tijuana. Fue lavaplatos, garrotero y trovador. Aprendió inglés, pero el español se le dificulta. Regresó dispuesto a ser alma, cuerpo y corazón de un personaje de los 80. Benjamín ya no es Benjamín, ya responde al nombre de Don Ramón; quiere verlos a ellos, insiste, que sus hijos son Benjamín, Rosalinda y Lucero Villegas López, y que si de algo sirve esta entrevista, dice que quiere reencontrarlos; también quiere que alguien lo contrate para una fiesta y poder comprar unos regalitos. Quiere tener un circo como Quico. Quiere trabajar en las tiendas de autoservicios. Quiere dejar de ganar 150 pesos diarios para poder rehacer su vida con otra persona. Benjamín sueña con ser el verdadero Don Ramón para dejar de decir: “¡Me lleva el chanfle!”. Temas Tapatío Arte Callejero Lee También La evolución de la IA en el ámbito cultural El río Lerma: un pasado majestuoso, un presente letal David González Ladrón de Guevara era inquebrantable ¿Quién fue Carlos Arau, fallecido actor de "Vecinos" y "La rosa de Guadalupe"? Recibe las últimas noticias en tu e-mail Todo lo que necesitas saber para comenzar tu día Registrarse implica aceptar los Términos y Condiciones