Viernes, 20 de Junio 2025
México | Por Juan Cano

Diario de un observador

Por Juan Cano

Por: EL INFORMADOR

VALENCIA.- Muchas son las cosas que me han sorprendido de una ciudad que ya conocía por referencias, que había estudiado desde la distancia, y cuya historia me había fascinado desde siempre. Una ciudad que durante el tiempo que he vivido en ella, ha conseguido emocionarme no pocas veces. Esas cosas a las que me refiero me han sobrecogido unas veces, me han inquietado otras, pero hay una en particular, de la que quiero hablar en estas líneas, que no me ha dejado indiferente.

La gran ciudad del Valle de Atemajac, junto al Río Santiago, “el Grande”, se me apareció la primera vez que la viví, como una gran ciudad, homogénea en su conjunto y heterogénea en sus partes, fraccionada y tumultuosa, ruidosa en su actividad diaria pero quieta y serena en los principios y finales del día. Una ciudad con corazón, ubicado éste en la orilla izquierda del Río de San Juan de Dios, donde nobles edificios se resisten heroicamente a sucumbir a las exigencias de los nuevos tiempos, permaneciendo erguidos dando testimonio de su historia, de su evolución.

Su génesis, desde la gran rebelión de los Cazcanes y su evolución, marcada por los diferentes acontecimientos militares, políticos, religiosos o económicos, han ocasionado, a lo largo de su historia, numerosas cicatrices en su tejido urbano. Como otras tantas ciudades, también ha sufrido el desarrollismo del siglo XX, multiplicando su tamaño y población, y ha sacrificado partes muy valiosas en pro del crecimiento, de la prosperidad y del bienestar de su población.
No quiero ahora entrar a analizar si estos sacrificios fueron necesarios, o si pudieron evitarse. El caso es que se hicieron, y los resultados están ahí, rehaciendo la nueva Guadalajara. Esta ciudad, hecha y rehecha sobre sí misma, no es una excepción en el conjunto de las grandes ciudades con pasado. Todo tuvo su razón de ser, acertada o errónea, pero el caso es que transformó la ciudad, y abrió nuevas etapas en su configuración. Sobre cada evolución, la ciudad vuelve a construirse sobre sí misma, una y otra vez, sobre su presente, y hacia su futuro.

Más de una vez he reflexionado sobre la forma de esta ciudad. He querido conocer las causas y me he guiado por los testigos que esta ciudad conserva. Sus edificios históricos, sus avenidas, sus edificios a modo de iconos, sus ensanches y nuevos fraccionamientos, pues no es posible conocer una ciudad si no se conoce su historia, ya que es ésta, al fin y al cabo, la que condiciona su transformación. Esa historia común de la ciudad, que se ha ido forjando año tras año por los propios ciudadanos, que han intervenido en la toma de decisiones sobre el destino de su ciudad, forma parte de la memoria colectiva, de una forma de pensar, de lo que Robert S. Park llamaba un “state of mind”, forjado a lo largo del tiempo y diferente al de cualquier otra ciudad. Este pensamiento colectivo es único para cada núcleo urbano. Posee una complejidad específica, geográfica, cronológica, climática, y está en íntima relación con la personalidad intrínseca de sus habitantes. Existen ciudades abiertas, otras son cerradas. Existen ciudades tranquilas, otras son bulliciosas, y siempre hay una correspondencia biunívoca entre la morfología de la ciudad y el carácter de sus ciudadanos.

Es por ello que yo esperaba encontrar en Guadalajara opiniones encontradas, sentimientos contenidos, añoranzas calladas. Esperaba encontrar una cierta preocupación de los ciudadanos acerca del futuro de su ciudad, de la transformación de su Centro Histórico, de las posibles mejoras, de su necesario embellecimiento o, simplemente, de su crecimiento y desarrollo.

Salvo honrosas excepciones, he sido testigo de la ausencia de interés por la ciudad. He visto cómo se le reprocha a las autoridades, y a la clase política, en general, las intervenciones que han propuesto, pero de ninguna manera he visto proponer alternativas. Mi impresión es que no es común entre los ciudadanos tomar parte activa en la creación de propuestas de intervención en su ciudad. Es evidente que no existe siempre una aceptación popular en todo aquello que supone transformar la ciudad, pero siento que los ciudadanos dejan estas decisiones en manos de los políticos, como si nadie más que ellos pudieran opinar de manera previa antes de cualquier decisión. Ser testigo de la aceptación con resignación de la demolición del antiguo edificio de Fábricas de Francia o la antigua entrada del Parque Agua Azul, como si hubiese sido algo inevitable, me ha conmocionado.

Muchas han sido las personas que, cuando les he preguntado, me han hablado del Centro Histórico de Guadalajara con desidia. Otras con desprecio. Las más con indiferencia. Mi experiencia es que una gran parte de la población cree tener un Centro Histórico poco valioso, incómodo y obsoleto. Para un europeo, esto es poco menos que un atentado cultural. Muchas ciudades europeas que tienen centros históricos más pequeños, o de menor valor histórico-artístico, los cuidan como un tesoro, presumen de él, lo disfrutan y lo exhiben con orgullo. El Centro Histórico de Guadalajara tiene, pese a que ha perdido gran parte de su patrimonio, un valor incalculable. En todas las ciudades europeas, el Centro es el lugar más buscado. Quien no tiene capacidad adquisitiva para comprar una vivienda en el centro, tiene que conformarse con vivir en la periferia. En Guadalajara, las capas sociales de mayor poder económico huyen del Centro y se construyen su casa, a la europea, o a la norteamericana, en suntuosos fraccionamientos, aislándose de la ciudad.

Los cotos representan la mayor involución urbana de la ciudad. Muestra inequívoca del deterioro social, dan la espalda a la ciudad, negándola. Manifiestan de manera rotunda su decisión de no participar de ella, de aislarse de todos sus males. Como si de un fortín amurallado se tratase, retrata la mayor paradoja de la actualidad. Mientras la ciudad trata de ser abierta, integradora, hilo conductor de todo tipo de actividades socializadoras, grupos de ciudadanos se apiñan unos contra otros, encerrándose y restringiendo cualquier contacto con el exterior. El coto es un síntoma de una sociedad urbana enferma. Es la peor manera de dar respuesta al miedo y la inseguridad. Antaño los vecinos se ayudaban, se protegían, confíabas en ellos. Hoy el recelo y la desconfianza en tu prójimo está produciendo reacciones urbanas nada aconsejables. Es una solución improvisada, fácil, un remedio superficial. El verdadero reto es conseguir una ciudad segura, amable, sin fronteras.

Esto es otra de las consecuencias del desinterés de la población por su ciudad. Una sociedad que se siente preocupada por el devenir de su ciudad, por su mejora, por su evolución hacia un modelo de calidad, jamás se plantearía vivir en un “cocoon” que le hace impermeable a los acontecimientos diarios, que la separa del resto del organismo complejo, integral, diverso, estructurado, que es la ciudad.

Pero volvamos a retomar la reflexión acerca del Centro Histórico. Vivir en el Centro es, sin ningún lugar a dudas, un lujo. Se me ocurre que abrir las ventanas de tu casa y contemplar la fachada del Teatro Degollado, o del Palacio de Gobierno, o del Hospicio Cabañas, es tanto o más hermoso que abrirlas y contemplar la primera línea del mar. A través de las ventanas de un departamento en el Centro Histórico, tu vida se impregna de 400 años de historia, de multitud de acontecimientos que tuvieron lugar junto a los ancianos muros, evocando generaciones de ciudadanos que formaron parte de esas calles y plazas, y en definitiva, de las muchas Guadalajaras que están en esta ciudad. De ningún modo puede alguien sentir indolencia o desidia ante semejante tesoro.

Me embarga una profunda tristeza cuando me dan pruebas de que los tapatíos no aman suficientemente a su ciudad. Amar la ciudad de uno es amarse a sí mismo. Es amar todo cuanto somos y hemos sido, amar nuestro pasado, nuestro presente y, por supuesto, nuestro futuro. Cuando se ama, se cuida, se protege, se mima. La ciudad es una amante que nunca te defrauda, que te es fiel, que te acoge en todos y cada uno de los momentos de tu vida, estés triste o contento, que espera pacientemente durante la noche callada que vuelvas a sus brazos cuando amanezca.

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