Domingo, 13 de Julio 2025
Entretenimiento | Cuando llegado el momento, el fruto cae, el pequeño ser llega arbitrariamente a nuestras vidas, sin prisas ni contratiempos...

TEXTO INVITADO: La maternidad: un oficio lleno de misterios

Pasaron casi 300 días sin saber siquiera a quién esperamos y nosotras imaginándolo, deseando tocar su piel. El pequeño ser sale al encuentro con el mundo y antes que cualquier otro cosa, nos reconoce como su madre.

Por: EL INFORMADOR

Escribir sobre la maternidad vaya que implica una responsabilidad, pues se  trata de ser justa con este rol que la vida nos pone enfrente en una marcada dualidad. Por un lado, la maravilla de materializar el  amor, de fragmentarnos, de dar vida a otro ser, de encontrarnos con la expresión más franca de la naturaleza. Por otro,  recapitular nuestra vida, confrontarnos con nuestros fantasmas, actualizar experiencias vividas tiempo atrás, convertirnos en hijas ahora sí, cuando ya somos madres.

Desde el nacimiento y aún antes, las mujeres formamos parte de una historia que nos designa como madres: los juegos, la ropa, los modales, el cuidado a hermanos menores, nos otorgan elementos que  van conformando el rol femenino. Hasta en el plano universal, la creación parece reforzar las conductas maternas. La madre naturaleza se hace cargo de la vida, la madre tierra nos alimenta con sus frutos, la madre luna nos conduce e ilumina.

Y nadie vivimos ajenos a la maternidad. Yo, como todas las mujeres y los hombres que existen, han existido y existirán en este mundo, he tenido y tengo afortunadamente, una madre maravillosa. Todos estamos vinculados a esta figura desde que nacemos pequeños y frágiles, hasta ahora adultos, cuando habiendo formado a nuestras propias familias, volvemos a casa a recibir el abrazo cariñoso de mamá, la palabra apropiada, el silencio oportuno. Y si somos mujeres, biológicamente el organismo está  preparado para dar vida, crecemos ese potencial, vivimos con esa promesa y la naturaleza nos lo recuerda a través de toda nuestra feminidad.

Luego nos unimos al hombre y aquello que era potencial se vuelve tangible. Empezamos a ser madres nueve meses antes del nacimiento, cuando una vida, tan pequeña como una semilla de sandía, se aferra al vientre y se resguarda entre la tibieza y el cobijo de lo que será su hogar por meses, ahí recibirá todos los nutrientes y el oxígeno necesario para la vida. Mientras, su cuerpo va tomando forma: ojos, boca, orejas, extremidades, hasta latir su corazón por cuenta propia.

Cuando llegado el momento, el fruto cae, el pequeño ser llega arbitrariamente a nuestras vidas, sin prisas ni contratiempos... Se va empujando lentamente, minuto a minuto nos advierte que el encuentro está próximo. Nada lo detiene: él elige el día y la hora. Mientras, sabemos que nadie más podrá asistir a esta cita con la naturaleza, nadie nos puede suplir, estamos ahí junto al nuevo ser, luchando en la resistencia propia del alumbramiento.

Ese día nos conocemos, aunque también nos desprendemos, rompemos el cordón que nos mantenía vinculados cuerpo a cuerpo. Ellos nacen a la vida y nosotras los parimos para emprender el viaje, en un acto tan primitivo que nos hace volver al origen, a reanudar esa sabiduría interior, innata y ancestral, a conectarnos con nuestro propio cuerpo. Así, en esa desnudez total, nos presentamos, sin títulos ni cargos, con las manos vacías. Nada. Sólo el hijo concebido.

De pronto todo lo que era movimiento en el vientre va tomando vida y forma. Cada esfuerzo lo va empujando hacia fuera. Y sin más,  como un pececito, carne de nuestra carne, sale, vuela, fluye. Entonces, en medio del dolor de vivirnos tan frágiles, nos incorporamos para ver su carita. Al fin conocemos a ese pequeño fragmento de nosotras.

Pasaron casi 300 días sin saber siquiera a quién esperamos y nosotras imaginándolo, deseando tocar su piel. El pequeño ser sale al encuentro con el mundo y antes que cualquier otro cosa, nos reconoce como su madre, nos identifica por un olor conocido para él. Nos miramos con familiaridad y asombro, nos vislumbramos como en un espejo donde vemos a nuestra propia silueta.

Luego llegan a nuestra historia y todo se posterga. Los deseos, los proyectos, la pareja y, si hay otros hijos, también. La energía se va en el pequeño ser. Es una danza entre mamíferos, donde todo queda fuera, no hay espacio para la conciencia o la planeación. Se vive al día. Para entonces el sueño de ser madre apenas comienza. Nosotros nos encargaremos de criarlo, de hacerlo crecer, de salvaguardarlo de los peligros y proveerlo de todos los satisfactores. Nuestros hijos se convierten entonces en el depósito de nuestros sueños.

Nos vinculamos de tal forma a nuestros pequeños, que la capacidad de análisis se expande al grado de interpretar gestos, anticiparnos a los acontecimientos y prever reacciones. Lo mismo vigilamos al hijo alérgico al polvo que contamos cuentos de hadas a la hija que tiene pesadillas. De la misma figura sale amor para el hijo introvertido que para la hija extrovertida, para el que no nos suelta de la mano, que para el que parece no necesitarnos. Todo en la misma intensidad.

Éste es un oficio repleto de especialidades: maestra cuando vigilamos las tareas, doctora cuando enferman y estamos pendiente de los síntomas; psicoanalista cuando sufren un cambio emocional por su edad. Oradora cuando deseamos expresar nuestros argumentos, guerrera cuando sacamos los puños para forjar el espíritu de lucha, portera para el futbol o estilista con las muñecas, pero sobre todo, terapeuta cuando logramos entender a nuestros hijos con sus diferencias.

Cuando somos madres entonces sí nos volvemos hijas, sí entendemos a nuestra mamá, sí añoramos sus historias, sí recurrimos a su experiencia, sí formamos un hogar. Entonces decimos gracias: por los sueños compartidos, por los proyectos postergados, por las noches que parecían no terminar, por las oraciones en momentos de fragilidad, por la entrega incondicional.

Ahora es nuestra asignatura, la materia a cursar es para nosotras y se llama maternidad. Veremos cómo hacerlo con amor, con ingenio, con creatividad y asombro, para confirmar cada día nuestra decisión de ser madres, ésa que sucedió conciente o inconcientemente, pero a la que jamás se puede renunciar ni revertir.

Damos a luz. Al escuchar esta frase, asumimos que llegó un bebé. Y es que recibir un hijo que es carne de tu carne, verdaderamente es dar a luz, es abrir paso a la vida, es tender el puente a esa relación íntima y amorosa con el nuevo ser que tendrá rostro, nombre y una historia por escribir. Sin embargo, las mamás también tenemos días en que las pequeñas faenas cotidianas, el cansancio acumulado, las jornadas más largas y las dudas de nuestro quehacer como madres, lo nubla todo. Entonces parece que más que dar a luz, damos sombra.

Pasaron los años y reproducimos la historia. Somos madres y ellos son padres. En nuestros alcances de adulto, aparecen entremezcladas y hechas piel, las enseñanzas que recibimos de nuestra madre. A pesar de los años que acumulemos y los éxitos que alcancemos, nos sentimos igualmente resguardados al amparo de ella, con quien volvemos a ser la niña o el niño que se sentó alrededor de su mesa.

Y si mamá se fue, se adelantó llevándose todo lo que parecía era de sus hijos, sigue siendo una figura central. Aunque no esté físicamente, su memoria sigue aglutinando a los miembros de la familia, sus palabras hacen eco en lo cotidiano, sus recomendaciones se aparecen cuando más necesitan ser escuchadas, su mirada sigue acompañando la marcha de los días, sus manos siguen acunando el sueño, su canto sigue disipando pesadillas. Su imagen les recuerda quiénes son, cuál es su origen, dónde guardaron sus secretos y sus lecciones de vida. El amor que los sostenía entonces, es todavía fuente de vida y los cobija.

Todo nuestro reconocimiento al oficio más antiguo, al menor remunerado y de mayores horas extras, la maternidad, de cual es prácticamente imposible hablar sin que tenga un toque sentimental, ya que permanecemos conectados emotivamente a nuestra madre, desde que crecemos en su vientre, nos alimentamos de su propia sangre y nos arrullamos con el acompasado ritmo de su corazón.

Tapatío

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