Jueves, 05 de Diciembre 2024
Cultura | POR MARÍA PALOMAR

De lecturas varias

Los que reciben el Premio Nobel no tienen más remedio que aparecer muy serios y muy realistas

Por: EL INFORMADOR

María Palomar.  /

María Palomar. /

Un espléndido poema de Antonio Deltoro, de ésos que se prenden a traición en la memoria, explica cómo allá en tiempos prehistóricos, “antes de las puertas/cuando el hombre acampaba a la intemperie”, fueron los perros, gracias a su “sueño intermitente”, quienes permitieron que sus aliados los humanos durmieran sin interrupción y pudieran vivir otra realidad “mejor que la vida”, que diría Emilio García Riera. A partir de ahí fue posible inventar y contar historias y luego, mucho después, escribirlas. 

Y en diciembre de 2010 en Estocolmo un señor afirma que “la cosa más importante que me ha pasado en la vida” fue, a los cinco años, poder leer los sueños y las fantasías de otros hombres. A eso se ha dedicado desde la niñez: a prolongar en el tiempo, “mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras”. 

Los que reciben el Premio Nobel no tienen más remedio que aparecer muy serios y muy realistas. Sobre todo el que habla ex officio a nombre de la tribu, el de literatura; en este caso Mario Vargas Llosa. Como los de la Academia Sueca parecen últimamente haber entrado en razón y estar dispuestos a oír cosas que antes les parecían políticamente incorrectas, aprovechó para espetarles unos cuantos verdadazos:  “Si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos; más conformistas, menos inquietos e insumisos, y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría”.

Vargas Llosa, que como no tiene complejos no siente la urgencia de hacer aspavientos como ponerse guayabera en Suecia a menos 10 grados centígrados, lo que hizo fue un discurso precioso e impecable, redactado con todas las reglas del arte por alguien que se sabe ante la gran oportunidad de su vida para decir lo que quiere y como quiere, y que con suerte lo oigan hasta quienes no leen.

Sin embargo, y como no todo ha de ser en este mundo tan simplón e ingenuo como “wikileaks”, habrá quienes —lectores avezados, miembros del clan— hayan entendido a medias palabras cómo el viejo señor elegantísimo de frac confiesa que, a fin de cuentas, sigue siendo aquel niño que quiere que los cuentos acaben como deberían acabar, y por eso los reescribe cada vez, y que admite también que los sueños pueden cumplirse: que, tal como creía desde chico, ir a París “y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust” podría hacerlo convertirse exactamente en lo que su horrendo papá le había prohibido ser: en escritor.

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