Jueves, 28 de Marzo 2024

Un pueblo que produce frutos

Dios nos entrega lo que es de su exclusiva propiedad: la viña, la creación, y hasta nos encomienda personas, para que, en esto, y no en otra cosa, produzcamos frutos buenos y verdaderos

Por: El Informador

Igual que el tema del pastor y sus rebaños, el cultivo de las vides fue empleado con frecuencia por el Señor Jesús en su predicación. ESPECIAL

Igual que el tema del pastor y sus rebaños, el cultivo de las vides fue empleado con frecuencia por el Señor Jesús en su predicación. ESPECIAL

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA: Is. 5, 1-7. “La viña del Señor de los ejércitos es Israel”.
SEGUNDA LECTURA: Flp. 4, 6-9. “Todo lo que es virtud tómenlo en cuenta y practíquenlo”.
EVANGELIO: Mt. 21, 33-43. “Y, se dará a un pueblo que produzca sus frutos”.

Un pueblo que produce frutos

El Evangelio que la liturgia dominical nos ofrece para alimentar nuestra vida de fe es una invitación directa para evaluar, serena y sinceramente, los frutos que en verdad estamos dando, bien sea en la vida individual, como miembros de una familia o comunidad cristiana y, también, como integrantes de cualquier trabajo u organización social, religiosa, política o cultural.

En su crudeza y sinceridad la parábola de los viñadores destaca la relación que Dios, el dueño de la viña, ha querido y quiere establecer con todas las personas. Todo es de Dios y nos da de lo suyo para establecer una relación de comunión, donde la vida fructifique, se multiplique y alcance para todos.

Dios nos entrega lo que es de su exclusiva propiedad: la viña, la creación, y hasta nos encomienda personas, para que, en esto, y no en otra cosa, produzcamos frutos buenos y verdaderos. La iniciativa de esta relación la toma el mismo Dios. Y lo hace para que administremos como nuestro lo que es Suyo, sin apoderemos de nada ni de nadie.

Dios no quiere una relación de súbditos o tontos útiles, ni mucho menos de únicos propietarios. No quiere que se instrumentalice a las personas o se manipule a la vida, sino una relación que produzca un rendimiento bueno, solidario, compartido. Por ello, Jesús sentenciará: si a los que Dios encomienda su viña, no fructifican, entonces se les quitará y la entregará a otros que si produzcan frutos.

El fruto que produzcamos o dejemos de producir en nuestra propia existencia, en la familia, la comunidad eclesial, el trabajo, la organización, el lugar donde habitamos y en las personas que se nos encomiendan, es un asunto personal con Dios.

Para dar frutos reales, verdaderos y buenos, hay que superar la nostalgia, la avidez y la ansiedad. La nostalgia detiene la marcha de la vida al dejarnos anclados en el pasado; la avidez reduce el presente a meros intereses individualistas, mezquinos y egoístas; y la ansiedad anticipa futuros desquiciados que hipotecan toda vida y toda esperanza.

Los viñadores que Dios quiere para encomendarles el cuidado y desarrollo de lo que es Suyo, la vida, han de tener un modo de producir capaz de afrontar con audacia y osadía los retos, incluso las contradicciones. Es decir, afianzarse en un modo de proceder, no como habilidad para sortear los riesgos y evitar que las cosas se hundan, sino como fuerza maravillosa para levantarnos y levantar a los demás, aunque todo se derrumbe. Sólo así nos convertimos en auténticos cooperadores de la vida y de Dios, en un pueblo que produce frutos.

La viña del Señor

En Asia Menor el vino de uva es parte integrante, infaltable, de la alimentación cotidiana en todas las familias. Como el trigo y el aceite de los olivos, los viñedos son parte muy cercana en su vida.

Igual que el tema del pastor y sus rebaños, el cultivo de las vides fue empleado con frecuencia por el Señor Jesús en su predicación.

Con una parábola -todo allí es simbolismo- expone íntegra la historia del designio amoroso de Dios, de su llamado a todos los hombres al gozo eterno en la salvación.

Esta historia tuvo un principio: la predilección de Dios por Abrahán y su descendencia. De Ur, capital de Caldea -ahora Iraq-, por donde serpean los grandes ríos Tigris y Éufrates, Dios llamó a Abrahán, quien, dócil al llamamiento, emprendió el camino hacia donde el sol se oculta y se estableció junto a otro río, el Jordán.

Dios hizo alianza con él: Le prometió que lo haría padre de un gran pueblo; que su descendencia sería tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar.

Como era el elegido, el Señor probó la firmeza de su siervo y mucho lo hizo esperar la llegada del hijo de la bendición. Él y Sara, su esposa, se alegraron sobremanera cuando a su hogar llegó Isaac, el prometido.

Y todavía era preciso acrisolar con fuerte prueba, la firmeza de la docilidad de Abrahán: Le pidió el Señor que en la cumbre del Monte María, sobre un altar levantado por sus manos, le ofreciera como víctima al hijo único. Sólo fue una dura prueba, pues finalmente Isaac fue liberado por el Señor.

Era así una imagen, un anuncio del amor del Padre, que envió a su unigénito a entregarse a la muerte en lo alto de la cruz para que, caído el grano de trigo en la tierra, de su muerte brotara la vida en incontables gavillas de hermosas espigas.

Cristo les dijo esta parábola: “Había una vez un propietario que plantó un viñedo, lo rodeó con una cerca, cavó un lagél, construyó una torre para el vigilante y luego lo alquiló a unos viñadores”. Los viñadores fueron los primeros beneficiados en la historia de la salvación; los israelitas fueron siempre beneficiados con portentos y maravillosos regalos. Ese largo caminar de la esclavitud de Egipto a “la tierra que mana leche y miel”, es una ininterrumpida cadena de bondades de su Dios

José Rosario Ramírez M.

Salvar la proposición del prójimo

El debate reciente entre los dos candidatos en los Estados Unidos y los desencuentros que pintan nuestra realidad nacional nos denuncian la falta que de una cultura de la escucha. Ésta no es solamente el puro oír, sino una disposición interior que se cultiva para atender a la experiencia de las personas con quienes nos encontramos y dialogamos, en confianza de encontrar en ellas lo que pueda resultar en un bien compartido. Cultivar esta disposición corresponde a lo que san Ignacio de Loyola llamaría un ejercicio espiritual.  

Ignacio define los ejercicios espirituales como toda actividad que nos disponga para que nuestras facultades se ordenen a la mayor gloria de Dios, es decir, según san Ireneo, a la vida más plena.

Trabajar en la escucha responde a esta definición, y el ejercicio propio que la perfecciona se encuentra al inicio del libro de los Ejercicios como su presupuesto: todo “buen cristiano ha de estar más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla”, es decir, ha de buscar siempre el bien que puede aportar la otra persona con sus ideas y acciones. Pero el ejercicio no termina en idealismo, pues reconoce los obstáculos: “y si no la puede entender, pregúntele cómo ella lo entiende”,  dejando que la otra persona sea quien nos dé razón, con la esperanza en que tendremos inteligencia para entenderle y hacernos entender.

El diálogo no se construye con una comunicación absolutamente clara, sino con la honestidad de la pregunta que espera respuestas igualmente sinceras y que podremos comprenderlas. Preguntando nos ejercitamos en creer en esa sinceridad, confiando en que la respuesta resultará en comprensión suficiente para el  acuerdo. La insistencia no termina ahí: “y si aún así no la puede entender, busque todos los medios para que bien entendiéndola se salve”. Todos los medios: inteligencia perseverante tratando de ampliar horizontes y perspectivas para enriquecer la comprensión, lo mismo que ejercicios que fortalecen esperanza y confianza, para no dejarse sucumbir al desencanto del acuerdo que no se logra encontrar. Volver a este ejercicio ignaciano podría ayudar a construir esa cultura de escucha que tanto necesitamos hoy.

Pedro Antonio Reyes Linares, SJ - ITESO

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