Martes, 23 de Abril 2024

Grandilocuencia

¿Es la política del hashtag la que debe decretar los cambios históricos?

Por: Enrique Toussaint

Grandilocuencia

Grandilocuencia

Andrés Manuel López Obrador resume su proyecto de país bajo el lema: la cuarta transformación. El futuro presidente se remite a la independencia, la reforma y la revolución como los momentos históricos que definieron lo que es México hoy en día. En 2018, para López Obrador, comienza un cisma político del tamaño de aquellos. Busca grabar su nombre al costado de los personajes históricos que forjaron la patria mexicana: Hidalgo, Morelos, Juárez, Vallarta, Villa, Zapata o Madero. No esconde la grandilocuencia de la empresa, ni busca matizarla. Para López Obrador, el primero de julio marcó el pistoletazo de salida de la cuarta revolución.

En estos momentos de redes sociales e inmediatez comunicativa, la política se ha cargado de épica. Tal parece que no es suficiente con prometer buenos gobiernos, honestidad y resultados. Es casi frívolo. La clase política mexicana se entiende asimismo como histórica. Unos prometen refundar. No basta con cambiar, sino que es necesario poner todo de cabeza. Otros prometen cambiar la historia en un dos por tres. En los tiempos del hashtag, todo debe ser histórico sino no tiene sentido. La correcta administración y la moderación de las promesas ya no tiene mercado. El político tiene que disfrazarse de Moisés y comprometerse a partir los mares.

El problema es que la historia y los grandes cambios políticos no los decreta un hashtag o una astuta campaña de comunicación. Vemos como la política mundial, de la cual México no es excepción, se sostiene fuertemente de discursos que prometen recuperar glorias pasadas. El “Make America Great Again” de Trump es el relato más conocido. Empero, Marine Le Pen usa un discurso similar, Theresa May en Reino Unido o la campaña de Lula en Brasil. Incluso, a nivel local, Enrique Alfaro ha hablado de “devolverle la grandeza a Jalisco”. La apelación a la épica y al papel histórico de la política están impregnando los discursos políticos en todo el mundo.

El problema es: ¿deben los políticos ponerse el traje de historiadores y anunciar los cambios de época? ¿Es posible escribir la historia antes de que suceda? ¿Estos grandes relatos, ayudan o confunden aún más a la ciudadanía que espera cambios de parte de sus gobiernos?

Los procesos históricos que devienen en épocas de transformación son periodos complejos que difícilmente pueden ser acaparados por los gobiernos. Remontémonos a cualquier episodio que juzguemos como fundamental para entender la política y la distribución de poder en una sociedad. La ilustración, los nacionalismos, los movimientos de 1968 en el mundo, las olas de democratización en los ochenta y noventa, las revoluciones agrarias. Todos son procesos históricos en donde la ciudadanía, el pueblo o como le queramos llamar, se convierte en el actor protagónico de la historia. En muchas ocasiones, la política de la inmediatez y del hashtag concede a un Gobierno la capacidad de detener la historia, someterla a revisión y controlar su devenir. Ni la primera, ni la segunda, ni la tercera “transformación” fueron decretadas, sino que fueron frutos de condiciones sociales, políticas y económicas muy específicas.

En muchas ocasiones, la grandilocuencia del relato político esconde o busca esconder la vacuidad de las ideas. El caso Emmanuel Macron es paradigmático. Una nada aderezada de frases seductoras. Ni de izquierda, ni de derecha, ni liberal, ni conservador, sino todo lo contrario. La ausencia de un verdadero proyecto tiene al mandatario francés perdiendo popularidad aceleradamente. Las campañas publicitarias, cimentadas en la épica y la grandilocuencia, son también artefactos eficaces para burlar las discusiones de fondo y evitar, algo que debería ser inevitable para cualquier político, asumir posturas claras sobre los problemas públicos que más agobian a una sociedad.

Y es que, cuando estamos frente a un cambio de época, el eslogan sobra. La política del dominio del hashtag y la hegemonía de los relatos que buscan cargar de épica cualquier momento político -sea una reforma en el Congreso o la inauguración de una obra-, también nos muestran otra cara de la descomposición del sistema de partidos: la progresiva pérdida de ideología de los principales actores políticos. Las diferencias ideológicas de fondo han sido consumidas por el pragmatismo más feroz, y han sido sustituidas por apelaciones a los grandes cambios y con esa mercadotecnia que siempre nos anuncia que estamos durmiendo con la historia.

Dentro de esta telaraña de ingeniosos postulados, muchas veces olvidamos que las demandas a los gobiernos son más terrenales que celestiales. Dependen más del trabajo arduo diario, a veces no visto, que de la idea de convertir la política en un gran libro de historia. Es más seductor la pasión desbordada de lo histórico que la fría tenacidad del administrador; sin embargo la inseguridad, la violencia, los malos servicios públicos, la corrupción, la desigualdad son cánceres que ameritan un trabajo de acupuntura. No tengo nada contra la publicidad, pero sí con esa obsesión de hacer de los gobiernos una cura milagrosa.

Y es que, la expectativa cosecha la semilla de su propia destrucción. Ante esas expectativas incumplibles, la dura realidad siempre se queda corta. Cuando prometes cambios al nivel de la independencia o la revolución, es inevitable que te quedes corto. Cuando prometes refundar un Estado, es inevitable que te quedes corto.

Una de las obsesiones del poder político, y de los grandes próceres en la historia de la humanidad, es controlar la historia e imponer su voluntad. Un síntoma de esta confusión es creer que un Gobierno puede decretar una batalla épica que la ciudadanía no quiere luchar.

No sabemos cómo leerán los historiadores y analistas del futuro lo que vivimos en este 2018. No sabemos si en 2050, el consenso sea que fue un año de transición en México, si comenzó un Gobierno que no dio los resultados adecuados o, por el contrario, que la gestión del nuevo presidente superó las expectativas del momento. Empero, situados en el presente y despojándonos del saco de la grandilocuencia, lo importante es la innegable crisis del sistema político que tiene como consecuencia la apertura de debates que hasta hace mucho tiempo estaban vedados. Es como si el país, en materia de políticas públicas, fuera una hoja en blanco que permite la apertura de espacios para debatir la seguridad, la economía, la educación, los derechos, las libertades y de todo. La cuarta transformación, ese eslogan que avanza rápidamente hacia la vacuidad, debe ser la oportunidad de discutir de todo y por todos. Una segunda transición. Con eso, López Obrador ya habrá hecho mucho.

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