Lunes, 21 de Octubre 2024
Suplementos | XXVI domingo ordinario

Obras son amores y no buenas razones

Dios acoge al que se reconoce pecador y se dispone a cambiar

Por: Dinámica pastoral UNIVA

Cristo, siendo Dios, tomó la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres. WIKIPEDIA/«Los fariseos cuestionan a Jesús», de James Tissot

Cristo, siendo Dios, tomó la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres. WIKIPEDIA/«Los fariseos cuestionan a Jesús», de James Tissot

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Ez 18, 25-28.

«Esto dice el Señor: "Si ustedes dicen: 'No es justo el proceder del Señor', escucha, casa de Israel: ¿Con que es injusto mi proceder? ¿No es más bien el proceder de ustedes el injusto?

Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere; muere por la maldad que cometió. Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá''».

SEGUNDA LECTURA

Flp 2, 1-11.

«Hermanos: Si alguna fuerza tiene una advertencia en nombre de Cristo, si de algo sirve una exhortación nacida del amor, si nos une el mismo Espíritu y si ustedes me profesan un afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo todos una misma manera de pensar, un mismo amor, unas mismas aspiraciones y una sola alma. Nada hagan por espíritu de rivalidad ni presunción; antes bien, por humildad, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo y no busque su propio interés, sino el del prójimo. Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús.

Cristo, siendo Dios
no consideró que debía aferrarse
a las prerrogativas de su condición divina,
sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de siervo,
y se hizo semejante a los hombres.
Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo
y por obediencia aceptó incluso la muerte,
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas
y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre,
para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos,
y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor,
para gloria de Dios Padre».

EVANGELIO

Mt 21, 28-32.

«En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: "¿Qué opinan de esto? Un hombre que tenía dos hijos fue a ver al primero y le ordenó: 'Hijo, ve a trabajar hoy en la viña'. Él le contestó: 'Ya voy, señor', pero no fue. El padre se dirigió al segundo y le dijo lo mismo. Éste le respondió: 'No quiero ir', pero se arrepintió y fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?" Ellos le respondieron: "El segundo".

Entonces Jesús les dijo: "Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino del Reino de Dios. Porque vino a ustedes Juan, predicó el camino de la justicia y no le creyeron; en cambio, los publicanos y las prostitutas, sí le creyeron; ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él''».

Las actitudes de dos hijos

El evangelio de hoy nos ubica en los últimos días de la vida del Señor Jesús. Llevado por el Espíritu ha llegado a Jerusalén, centro de la práctica religiosa judía de la época, para presentar con claridad en qué consiste el verdadero proyecto de salvación/sanación de Dios: la instauración de su Reino centrado en el amor que se comparte. Presentar este verdadero querer de Dios implica desenmascarar lo que Dios no quiere ni valida, aunque se disfrace de sagrado. Las controversias vienen de atrás. Ya durante su ministerio en Galilea, Jesús toma distancia de toda una religiosidad que centra la perfección de Dios (y de sus fieles) en el concepto de “pureza”. En contraste, la Buena Noticia está centrada en la constatación de que la perfección de Dios radica más bien en su misericordia. En realidad, la compasión, la misericordia y la solidaridad son los verdaderos criterios para distinguir quién tiene un corazón puro (sensible) de quien tiene un corazón pervertido (de piedra).

La verdadera religión (siguiendo la Torá y los profetas) necesariamente está centrada en las personas y las relaciones interpersonales. Sólo los seres humanos son reconocidos por la Biblia como imagen de Dios. Pero a lo largo de la historia había aparecido la tentación de construir una seudo religión centrada en cosas, aunque se las llamara “cosas sagradas”. Una religión de rituales “cosméticos” que hacían creer a quienes los seguían que habían alcanzado el ideal humano, que eran perfectos, que podían ver por encima a los demás y juzgarlos. Jesús llamaba a quienes entendían así su relación con Dios “sepulcros blanqueados”, seguidores de ritualismos externos que pretendían disfrazar un interior lleno de muerte e inmundicia.

En el evangelio de hoy Jesús habla de dos hijos. El padre les pide a ambos que vayan a trabajar a la viña. El primero dice que sí (queda bien superficialmente) pero no va (finalmente aparece lo que hay en su corazón). El otro primero dice que no (no se nos dice la razón), pero finalmente aflora su conciencia sana ya que se arrepiente y hace lo que le pidió su padre. Es claro que el primero representa a los seguidores de las ideologías perversas que matan el corazón humano, aunque pretendan ser religiosas. El segundo hijo representa a quienes esa ideología ha puesto al margen (prostitutas, publicanos, “pecadores”) y que ahora han visto su dignidad y sensibilidad restablecidas a través del amor gratuito encarnado en el señor Jesús.

La conclusión es que es muy peligroso para nuestra salvación caer en la trampa del fariseísmo, ya que su carácter mentiroso puede ocultar el verdadero estado de nuestro corazón e impedir que a través de un auténtico camino de conversión alcancemos la perfección que sólo viene de la misericordia.

Alexander Zatyrka, SJ - ITESO

Obras son amores y no buenas razones

La parábola de los dos hijos que se nos ofrece en el Evangelio de este domingo, nos muestra dos actitudes, opuestas entre sí, que se presentan en la relación con Dios: el que dice “voy” y no va representa a aquellos que se consideran buenos, se sienten muy seguros de su “sabiduría”, de su “justicia”, de su “generosidad”, en una palabra, de su “bondad”, pero dicen y no hacen; el otro, que dice al principio “no quiero ir”, pero luego recapacita y va, representa a los pecadores que, al reconocer su necesidad de salvación y disponerse a cambiar de conducta, son acogidos por la misericordia de Dios.

En efecto, Dios acoge al que se reconoce pecador y se dispone a cambiar. Por eso dice Él en la primera lectura a través del profeta Ezequiel (18, 25-28): Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, salva su vida. Así ocurriría en tiempo de Jesús, cuando los publicanos -recaudadores de impuestos públicos que en general ejercían su oficio robándole al pueblo- se convirtieron y lo siguieron, como el propio Mateo (9, 9-13) y Zaqueo (Lc 19, 1-10).

Decir y no hacer es lo mismo que mentir. La hipocresía, unida a la soberbia de quienes se creen santos y desprecian a quienes consideran inferiores, es la actitud que más rechaza Cristo. Tal actitud sigue existiendo también entre nosotros. El hipócrita es un mentiroso. Se la pasa murmurando, moralizando, juzgando y condenando. Cumple con unos ritos externos, pero sin hacer la voluntad de Dios, que es voluntad de amor. San Ignacio de Loyola escribió en sus Ejercicios Espirituales [230]: El amor se debe poner más en las obras que en las palabras.

San Pablo nos presenta en la segunda lectura (Filipenses 2, 1-11) una descripción de la Encarnación de Dios en Jesús: Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de servidor, pasando por uno de tantos. Por eso, al invitar a los cristianos de la ciudad de Filipo a que piensen, sientan y obren como Jesús, una invitación también dirigida hoy a cada uno de nosotros, lo hace en el marco de su exhortación a que se dejen guiar por la humildad: No hagan nada por rivalidad o por orgullo, sino con humildad, y cada uno considere a los demás como mejores que él mismo.

Dispongámonos pues, desde el reconocimiento sincero de lo que somos e implorando la gracia que sólo Dios nos puede dar, a ser coherentes y realizar en la práctica de nuestra vida cotidiana lo que expresamos al proclamar nuestra fe. Obras son amores y no buenas razones.

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