Jueves, 25 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. La persistente perplejidad de la pradera dorada. Bien mirada, diría alguien, es más bien amarillo lo que de esa región del jardín se levanta. Pero siempre lo mirado está en la mirada. El breve trecho que ahora alza al cielo su maravilla, en el vertiginoso y cegador juego de las dimensiones del universo, puede ser toda la cara visible de un planeta un millón de veces más vasto que el que ahora hollamos. Puede ser una inmensa tundra tocada por el milagro. Puede ser el rincón de una pequeña jardinera que alberga una desconocida y microscópica variedad de musgo en el que cada filamento contiene a su vez los universos, los planetas y las tundras, las jardineras… La floración amarilla, y siempre ese preciso dorado. Y es este muy particular resplandor, fijo en la frente, el que mejor conviene al vuelo distraído de una llamarada rojiza y ondulante, de unos ojos verdes que hacen del cielo, y del jardín, su claro dominio. Feisty girl.

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Espacio, tiempo, arquitectura. Tal vez la fotografía que acompaña a estas líneas pudiera ser un símbolo y una ilustración de esta triada que contiene a la existencia de los hombres. Límites, pero también posibilidades. ¿Quién levantará un Stonehenge para nuestro tiempo? ¿Quién llenará un solo minuto con la plena contemplación del mar, o de una mujer -que son lo mismo? ¿Quién hará de su ciudad un lugar del que se sientan orgullosos todos los hombres?
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La escalera de fierro y las arañas. Algunas portan una muerte atroz después de irrevocables tormentos, otras la buenaventura. Quién sabría distinguirlas, quién sabría distinguir también a ciertas mujeres que saben hacer lo mismo. El tigre en la casa,,, El caso es que se conoce que a las hermanas arácnidas les conviene el calor, y las placas de acero de la escalera de la pérgola, a través de la entresombra, generan un halo del que ahora se desprenden maravillosas telarañas que brillan con la luz del poniente. Pero nunca se sabe: ¿cuál será un ejemplar inofensivo y benéfico y cuál guarda en su pequeño cuerpo a toda la muerte?
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Tres de abril. Con la puerta de los reflejos metálicos bien abierta queda, al eje, el retrato del señor que ya no está. Con su largo y displicente dominio, considera entonces la escalera precipitosa que tan bien se supo hasta su último día, el jardín del que el jovensísimo Alejandro Rangel hizo hace ochenta años el retrato definitivo, un arco del corredor y su celosía, el pasmo del jazmín que no termina. Su ceño serio no revela el episodio de Acapulco, años después, con Luis Barragán y unas gringas que parece que eran muy güeras. Güero, le decía nomás su mamá, por misteriosas razones alteñas. Pero se decía del ceño: a primera vista muy adusto, pero habiéndolo conocido, lleva también una punta de filosa ironía que siempre enarboló como la espada del exiliado que fue.
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La musa absoluta. Cruzaba el aire de Chapala como lo siguen cruzando los ángeles. Su belleza era pasmosa. También lo eran su amabilidad y la sencillez de quien ignora su propio esplendor. Todos los niños de entonces, irremediablemente, caían bajo su embrujo de hada buena, y se enamoraban muy platónicamente de ella. La musa lograba condensar el aire que hacía ceñir a los veleros, las estelas de las lanchas sobre los que los infantes aprendieron a brincar, el sudor liviano de subir el cerrito de la Cruz, las fatigas de las burradas, el galope siempre cansino de los caballos de don Catarino, la silueta a lo lejos de la estación de trenes de Chapala, las arteras muchachas en flor del Club de Yates, el olor de los jacalasúchiles que soliviantaban la sangre, el rodar incesante de las bicicletas hasta la madrugada, las lunadas ansiosas en la playa y sus juegos electrizantes siempre efectuados bajo una insoportable tensión (el chocolateado era una práctica altamente mortal y erótica). En fin, para toda la vida, la musa absoluta: se llamaba Toña Petersen y hace tiempo que se fue directo al cielo.
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Historia de un sable. Llegó, un señor que ya no está, muy serio y blandiendo dos muy viejos sables. Venía del anticuario. Eran un regalo: el niño determinó ponerlos cruzados, como una panoplia, sobre su cama. Fueron una insignia, una divisa y un destino. Rodaron los años. Hasta que el dueño de los sables le dio a escoger al que dejaba la casa paterna: uno u otro. El indiciado eligió. Atinaste, dijo el señor: fíjate en el puño, en la superior calidad del brillo, en el fino damasquinado de la hoja, y sobre todo, en la más airosa curva de ésta. Aliviado, el que heredaba llevó consigo la espada con la que daría cuenta de su vida. Tiempos adelante: un nuevo vástago recibe, por tiempos aciagos, la herencia del sable. Quizá entonces no lo entendiera, pero ahora lo entiende: y en su primera casa propia, hoy, el sable pende otra vez sobre su cama. Presto para la defensa o el abordaje…

DR

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