En las postrimerías del siglo XIX, en alguna primavera de 1893, el estadista y geógrafo Eduardo A. Gibbon, perteneciente al Liceo Mexicano, visitó Guadalajara y plasmó sus memorias en el libro Guadalajara: Vagancias y recuerdos, una crónica fascinante de su viaje.En esta visita no podía quedarse sin conocer Tlaquepaque, que entonces era un poblado distante a casi una hora del Centro, y al que se llegaba por medio de un tranvía arrastrado por mulas que cada media hora partían de la Plaza de Armas. Quedó fascinado con lo que vio. Así fue como la describió hace casi siglo y medio:“En compañía de unos amigos, tomamos uno de los tranvías para ir a la pintoresca villa de San Pedro, sita a cinco kilómetros al oriente. Salíamos de la ciudad y pasábamos por una larga calzada de grandes y copados fresnos, y otro arbolado dando sombra al camino. Por aquí todo el mundo viene en carretas o en burros, todo es alegría, flores, música y expansión.”No obstante, lo que sorprendió de veras al geógrafo fue el oficio y la maestría de la alfarería, característica por la que ya desde entonces Tlaquepaque era reconocido en Jalisco, un arte que ya era legendario y antiguo a finales del siglo XIX:“La villa de San Pedro es el cuartel general de la industria del alfarero. Aquí se pueden encontrar, de venta, carretadas de estos artefactos de todos tamaños, desde tacitas de juguete, jarrones para flores, bustos, estatuas y figuras de barro que los nativos copian con fidelidad en las diversas escalas de la vida, artísticamente decoradas, bronceadas y doradas: piezas hermosas”.La región lo lleva desde siempre en la sangre: aún desde antes de la conquista, sus habitantes originales ya creaban espléndidos utensilios y objetos de arte que después causaron fascinación en los conquistadores.San Pedro Tlaquepaque, 132 años más tarde -y ya uno de nuestros Pueblos Mágicos desde octubre de 2018-, sigue siendo un escenario que causa fascinación entre locales y extranjeros por su aura única y enclaustrada en el tiempo, que en ciertas calles empedradas, entre esquinas coloridas, bajo la sombra de los lazos de papel picado, remonta a esa sensación inequívoca de pueblo y de oasis en el epicentro de la urbe y el concreto.Su nombre es un derivado de Tlacapan: “hombres fabricantes de trastos de barro”; mientras que otro origen que también es aceptado es el de “Lugar sobre lomas de tierra barrial”.Tlaquepaque fue cuna de la proclamación de la independencia en Jalisco, pues Miguel Hidalgo hizo su entrada triunfante por San Pedro un 26 de noviembre de 1810, antes de su llegada a Guadalajara.Tlaquepaque, como polo manufacturero de artesanías, es una de las paradas obligatorias para quienes buscan este arte en todas sus expresiones: alfarería, barro, madera, vidrio prensado y soplado, papel maché, piel, hilados y latón, cerámica, equipales y hasta productos de charrería. Su calidad es tal, que Tlaquepaque es reconocido a nivel nacional como galería de las mejores artesanías de México. Pero Tlaquepaque es mucho más que su histórica tradición alfarera. También es cuna de lo jalisciense y lo mexicano, demostrando que no es necesario viajar muy lejos para encontrar el folclor y el color.Sitios que son imperdibles son: El Refugio, su centro cultural, un ejemplo grande de la arquitectura regional de tintes mudéjares y que originalmente era un convento. Aunque la tradición oral indica que es sitio de apariciones y espantos, entre sus recintos de columnas luminosas se celebran talleres y exposiciones, y es sede del Premio Nacional de la Cerámica.Una caminata cultural no puede considerarse completa sin la visita al Museo Nacional de la Cerámica, con entrada gratuita.Otro edificio de inmenso valor arquitectónico es la Parroquia de San Pedro, construida por los franciscanos, y que conjuga lo bizantino y lo barroco con reminiscencias romanas. El Santuario de Nuestra Señora de la Soledad, un templo neoclásico perteneciente al siglo XVIII, adentrará al visitante en ese suspiro de piedra antigua y en la mirada de santos atónitos, como testigos de lo que alguna vez fue la villa de San Pedro.Tlaquepaque, por supuesto, también es comida, buen sazón, tragos, fiesta y música. El Andador Independencia es un corredor en el cual distintas casonas tradicionales fueron habilitadas para ser restaurantes, bajo la sombra de coloridas sombrillas colgantes; pero lo cierto es que en cualquier esquina del Pueblo Mágico es posible degustar, entre equipales y estruendos de mariachi, las tradicionales cazuelas -bebida servida en un enorme plato de barro, con refresco, cítricos, hielo y tequila- y las famosas cafiaspirinas, unos sopes minúsculos que son delicia e insignia municipal.Las comidas más tradicionales de Jalisco también se encuentran disponibles en fondas, cenadurías, tabernas y cantinas. También existen experiencias gastronómicas más gourmet en restaurantes de autor, bares especializados en tragos exquisitos, en una experiencia que conjuga la cultura en galerías bien curadas con lo mejor de la artesanía local, y estancias de calidad en hoteles boutique.Cada calle es una celebración; cada esquina, un pretexto para perderse entre calles empedradas al son de la música y los escaparates de artesanías, los lazos de papel picado, los equipales donde aguardan las conversaciones entre platillos y tragos, los mariachis perdidos a todas horas y en todas partes, la gente hospitalaria y la vida única que se respira siempre en los paseos del Pueblo Mágico de Tlaquepaque. CT