Por décadas, el Salón de la Fama del Béisbol en Cooperstown ha sido una institución que no solo honra la excelencia deportiva, sino que también funciona como un tribunal moral, cuyas decisiones, muchas veces, han estado más guiadas por la ética de la imagen que por el mérito deportivo. Hoy, sin embargo, se ha dado un paso significativo hacia la reconciliación entre la justicia y el deporte. La determinación del comisionado Rob Manfred de reincorporar al listado de elegibles al Salón de la Fama a Pete Rose y a los ocho jugadores sancionados en 1920, incluidos los tristemente célebres miembros de los Medias Blancas de Chicago —entre ellos, el inmortal Joe “Shoeless” Jackson— representa una decisión histórica que reivindica a dos de los más grandes peloteros de todos los tiempos.La exclusión de Pete Rose —líder absoluto de hits en la historia del béisbol de las Grandes Ligas con 4,256 imparables— fue durante décadas una herida abierta en el corazón del aficionado. Su sanción, derivada de apuestas realizadas cuando ya era mánager de los Rojos de Cincinnati, lo dejó fuera del reconocimiento más alto que puede recibir un beisbolista. No hubo clemencia para quien en el diamante lo dio todo, con pasión, entrega y una habilidad sin parangón para batear. Durante más de tres décadas, los guardianes de la pureza del deporte le cerraron la puerta, ignorando su impacto monumental en la historia del juego.Y qué decir del caso de Joe Jackson, el mítico “El Descalzo”, quien fue parte del escándalo de las apuestas en la Serie Mundial de 1919. Un hombre cuya culpa nunca fue del todo clara, cuya participación en el supuesto arreglo quedó envuelta en la ambigüedad de un sistema judicial y deportivo que se apresuró a juzgar sin matices. Jackson bateó .375 en aquella Serie Mundial, sin errores en el campo, lo que evidencia que si se vendió, lo disimuló con una brillantez inexplicable. Pero no fue suficiente. Fue arrojado al destierro, junto con otros siete compañeros, como ejemplo del rigor con el que el béisbol sanciona el pecado. Sin importar que el castigo estuviera, al menos en su caso, más cerca de una injusticia histórica que de una medida ejemplar.Hoy, más de un siglo después de aquel escándalo, y treinta y cinco años tras la suspensión de Rose, la decisión de Manfred no solo repara, en parte, un agravio deportivo; también envía un mensaje poderoso: el béisbol está dispuesto a mirar con nuevos ojos su pasado, a aceptar que la humanidad del juego también implica errores, y que estos no deben borrar trayectorias ejemplares cuando ya han sido sancionadas con suficiencia.Los nombres de Rose y Jackson serán evaluados por el Comité de la Era del Béisbol Clásico en 2027, órgano encargado de revisar las trayectorias de los peloteros anteriores a 1980. Será entonces cuando se dé la posibilidad real de verlos inmortalizados en Cooperstown, donde siempre debieron estar. La historia del béisbol no puede contarse completa sin ellos. Sin Rose, no se entiende la ofensiva moderna; sin Jackson, no se explica la evolución estética y técnica del juego.Este acto de justicia no debe verse como una concesión al sentimentalismo, sino como una afirmación de que el deporte también puede —y debe— ser capaz de perdonar, de evaluar con objetividad y de honrar a quienes dejaron huella imperecedera. Que quede claro: ni Rose ni Jackson son santos. Pero tampoco lo han sido muchos otros que hoy ostentan con orgullo una placa en el templo del béisbol. El Salón de la Fama debe ser eso, un lugar que celebre la grandeza, no que condene eternamente.La pelota está en el aire. La historia tiene una nueva oportunidad de redimirse con dos figuras ineludibles de su linaje. Que Cooperstown se prepare: la justicia, aunque tardía, viene pisando fuerte, y trae consigo el eco de miles de fanáticos que durante años clamaron por este acto de reconciliación.Porque en el béisbol, como en la vida, a veces se gana más reconociendo los errores que negándolos por siempre.