Imagina que eres un periodista con gran prestigio. Un día despiertas y mientras das tu primer sorbo de café te enteras de que eres el blanco de una demanda del presidente del país más poderoso del mundo, quien te exige el pago de al menos 15 mil millones de dólares. Suena descabellado, pero es la realidad que enfrentan periodistas del New York Times por la publicación de diversas notas y un libro durante el último periodo electoral. Lo preocupante es que no se trata de un hecho aislado: son tan solo los últimos episodios de una tendencia que cobra fuerza en el hemisferio occidental mediante la cual los poderosos emplean el aparato judicial para intimidar a los medios.México incluido. Apenas algunos años atrás Humberto Moreira, ex gobernador de Coahuila exigía una condena multimillonaria en contra de Sergio Aguayo. Layda Sansores en Campeche, logró medidas cautelares que obligan al periodista Jorge González a solicitar una revisión previa de cualquier nota que aluda a la gobernadora. Y, en Jalisco, no olvidemos el intento de censura judicial de Enrique Aubry a Pedro Mellado. Estas reclamaciones parecen diseñadas a asfixiar a cualquier medio, atemorizando a quienes informan o, por lo menos, orillarlos a “negociar”. Es como si hubieran desempolvado un viejo “Manual del Dictador”, que las dictaduras latinoamericanas usaron contra la prensa el siglo pasado.Y, si bien, la libertad de expresión no es absoluta y debe tener límites cuando alguien abusa de ella y causa un daño, existen dos reglas esenciales. Primero, en el caso de los funcionarios públicos y, más aún, los electos, deben tolerar un escrutinio más intenso que cualquier ciudadano. Segundo, para sancionarla debe existir real malicia, es decir, que se informe u opine sobre hechos falsos, a sabiendas de que estos son falsos, sin haber realizado una mínima diligencia para comprobar su veracidad.Un ejemplo es la demanda de Emmanuel y Brigitte Macron contra de Candace Owens por esparcir la mentira de que la primera dama francesa era realmente un hombre, a pesar de que esto era sumamente fácil de desvirtuar.Lo irónico es que enfrentamos una paradoja. Los gobernantes hacen uso y abuso de este derecho para moldear narrativas, propagar falsedades o fabricar enemigos. Pero, al mismo tiempo, buscan silenciar a quienes les fiscalizan.Lo más grave es que estos embates se producen en un contexto de precariedad para los medios y vulnerabilidad para los periodistas. Aun si las demandas no prosperan, el costo económico y personal de defenderse puede resultar devastador. De ahí la urgencia de un debate serio: ¿cómo proteger a la sociedad de los abusos del discurso, la mentira y la difamación, sin dar al poder un arma para callar voces críticas? Encontrar esa frontera es indispensable si queremos que la libertad de expresión siga siendo pilar de la democracia y no un privilegio a disposición de quienes gobiernan.Y, mientras tanto, lo deseable es que quienes ocupan cargos públicos se abstengan, salvo casos excepcionales y que claramente lo ameriten, de recurrir a instancias judiciales para silenciar a quienes les incomodan. En todo caso, deberían tener la piel más gruesa o, al menos, refutar con argumentos, no con demandas. hecromg@gmail.com