Cuentan que, en una oficina pública, un ciudadano acudió a tramitar un apoyo tras perder su casa durante un huracán. El funcionario, con solemnidad, revisó los papeles y al llegar al acta de nacimiento le dijo: “Lo siento, está húmeda, no es válida”. El hombre, todavía empapado, le respondió: “Pues claro, joven, si el ciclón se llevó hasta mi cama, ¿cómo no se iba a mojar el acta? Si de milagro, la rescaté”. La respuesta no conmovió al burócrata, quien se limitó decir: “Ese no es mi problema, si gusta, ponga el acta al lado del ventilador.”Está historia —real o inventada— ilustra un mal mexicano: muchas veces, el papel vale más que la persona. Porque es cierto, el documento, la firma y el procedimiento tienen una razón de ser. La burocracia no nació para molestar al ciudadano, sino para darle orden y certeza al entorno donde vive. Pero cuando la regla se aplica con rigidez absurda, el trámite deja de ser herramienta y se convierte en obstáculo, incluso en verdugo.El caso de El Salto -junto con otros de la Zona Metropolitana de Guadalajara- son un ejemplo del manual de cómo no hacer las cosas. Primero, la falta de planeación lleva a que un fenómeno natural se convierta en tragedia, segundo la falta de coordinación lleva a no resolver la tragedia, tercero, la falta de responsabilidad lleva a tirarse la bolita unos a otros. Al final, el ciudadano un trato muy frio, muy torpe, muy lamentable.Mientras que los funcionarios seguían debatiendo sobre la forma y no sobre el fondo, cientos de familias veían cómo el agua no daba tregua a sus casas. El pleito entre el gobernador Pablo Lemus y la presidenta municipal Elena Farías se redujo a si la solicitud de emergencia había llegado en tiempo y forma. El oficio convertido en campo de batalla, como si la desgracia esperara a que se abriera la ventanilla correcta. Tal vez por ego, por ganar la guerra mediática, o por simple indiferencia.Los protocolos son relevantes: son los que permiten transparentar recursos y evitar que la emergencia se convierta en abuso o botín político. Pero aquí el problema no es el papel, sino la incapacidad de las autoridades para poner por delante la urgencia humana. Lo que debería ser herramienta terminó siendo excusa, y lo que debía ser coordinación inmediata se volvió competencia política.La burocracia, cuando se convierte en fin y no en medio, hiere. Y no solo en El Salto: lo mismo pasa con el campesino que pierde su cosecha y no recibe apoyo por no presentar una constancia, o con la madre que no puede inscribir a su hijo porque el acta trae una letra mal escrita. La estructura que debería proteger, muchas veces se convierte en muro que excluye.Lo verdaderamente trágico es que estas disputas administrativas no son errores aislados, sino reflejo de una cultura política que prefiere salvar la forma, aunque la realidad se esté ahogando. Los gobernantes que deberían ser bomberos en la emergencia se comportan como jueces, revisando sellos, puntos y comas mientras la gente pide ayuda. Y al final, el ciudadano se queda con la amarga enseñanza de que a veces no basta perderlo todo, también hay que entregarlo en original y copia.Porque sí: el papel importa, pero nunca más que la vida que pretende registrar. Y si el Estado no entiende esta diferencia elemental, seguirá naufragando en su propia tinta mientras sus ciudadanos se hunden en el lodo.