Continuando algunas historias respecto a la extraordinaria musculatura de mi abuelo, que se formaba de interminables tardes de ejercicio en el famosísimo Club Atlético de Guadalajara -que si no me equivoco quedaba por Corona, en donde después estuvo el Banco de Comercio-, contaban voces casi siempre anónimas y discretas que un día, yendo caminando don José, se dio cuenta de que una mula (que era cruce de caballo y burro), se preparaba para patear a un niño que andaba jugueteando imprudentemente. Llegó don José, quitó al niño y se puso en guardia para recibir en su inicio el par de patadas del animal, el cual quedó sorprendido con la fuerza con que sus patas traseras fueron paradas. Esto fue materia de comentarios en aquella nuestra bella ciudad, en el siglo XIX.Gran cazador y experto en todo tipo de armas y cacerías de las que conocimos ejemplos clásicos; por nombrar uno, en su despacho había un caimán entero o la piel de un caimán entero. Desde luego que, siendo como era él de deportista, renegaba de que este, su nieto, más que practicar con el costal de box, pareciera por sus propias lonjas un costal de box y frecuentemente nos excitaba a hacer ejercicio, lo que cuando menos en mi caso nunca logró.Como en el poema de Machado, era de viejo gran rezador, apodado por el truhán de su jardinero, Sebastián, “El santo”. A veces Sebastián acompañaba al “santo” a sus rezos y, desde luego, se quedaba afuera de la iglesia comiendo elotes. Un día mi abuelo salió antes de lo esperado y lo encontró comiendo elotes, por lo que le preguntó que cuánto valían: si Sebastián le hubiera dicho que diez pesos, mi abuelo le hubiera dicho que era un tarugo, que se necesitaba ser muy menso para pagar eso por un elote, por lo que Sebastián contestó que costaban cinco pesos cada uno, a lo cual “El santo” le dio diez pesos y le dijo “llévame dos” y Sebastián tuvo que pagarlos.En un rancho que tenían en la playa, acostumbraban los habitantes, entre otros alimentos, matar a las lagartijas y comérselas. Yendo con su mozo de estribo, vieron a una como a 4 o 5 metros y el peón pidió a don José que la matara porque a sus hijos les gustaban mucho. Éste sacó su rifle, apuntó y le tiró a la lagartija, la cual evidentemente cayó fulminada, pero se disponía a guardar el arma cuando misteriosamente volvió a salir la lagartija; nuevamente, aunque extrañado, volvió a caer la lagartija y a volver a aparecer, lo que sí era rarísimo porque él a esa distancia no fallaba. Se acercaron y obviamente se encontraron siete lagartijas muertas. Hombre de a caballo y armado, parecía una versión rupestre de Juan Charrasqueado y gustaba cantar con voz fea y desafinada “El carretero se va”, que eran de las cosas que podía permitirse por ser dueño de la hacienda.@enrigue_zuloaga