El Pontificado de Francisco inició con parresía. Dicho vocablo griego se entiende en la Iglesia como la audacia que da el Espíritu Santo para anunciar “en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso contracorriente” la novedad del Evangelio. Históricamente, y de manera que podría parecer un tanto paradójica, dicho anuncio se tiene que hacer constantemente no sólo al exterior, sino al interior de la propia Iglesia. Esta necesidad fue una de las razones principales del Concilio Vaticano II (1962-1965), el cual hizo un llamado a todos los católicos, particularmente a los laicos, a asumir un rol protagónico en la vivencia y el anuncio de su fe. Resulta imposible buscar dimensionar el legado de Francisco fuera de este contexto. Desde la primera gran exhortación de su papado, La alegría del Evangelio (2013), quedó claro que el suyo sería un pastoreo de la Iglesia en continuidad con las reformas pedidas por aquel concilio hace ya 60 años, en continuidad con todos los papas post-conciliares, y poniendo al centro la labor evangelizadora sin la cual la Iglesia no tiene razón de existir. La parresía de ese anuncio al interno de la Iglesia encontró quizá su culmen con la promulgación en 2022 de una nueva reforma a la Curia Romana, que puso como primer dicasterio de la misma a aquel dedicado a la evangelización, y al definir que el prefecto a cargo no sería un cardenal (o un laico, cosa que la misma reforma ahora permite) sino el Papa mismo.Podemos afirmar que Francisco fue un Papa de las periferias. En su pensamiento, el mejor punto para buscar comprender la realidad no es el centro, sino la periferia, que él refería no únicamente a condiciones socioeconómicas y culturales, sino también espirituales. En el drama de las heridas y las sombras de los excluidos y rechazados por los poderes del mundo, Francisco veía la carne herida de Jesucristo, su Señor y Maestro, que le enseñó a encontrarlo allí donde otros sólo pueden ver algo despreciable. La lógica de Jesús no es necesariamente la lógica del mundo, y el Papa argentino quiso recordarle eso a todos, en primer lugar, a los propios católicos. Pero para él, las periferias existenciales también incluían el drama de aquellos que no conocen a Dios, o el drama de aquel niño al que conoció, al que se refirió en un encuentro con obispos italianos como un hijo de una familia de clase media, que no sabía hacer la señal de la cruz.La realidad del papado de Francisco fue poliédrica, para usar una expresión que él mismo solía emplear. Cometeríamos un error al tratar de describir su legado con categorías únicamente políticas. De la figura de Francisco, y de su mensaje, intentaron aprovecharse de uno y otro lado del espectro ideológico. Y asumo que después de su muerte esto seguirá sucediendo. Pero a Francisco, como a la Iglesia, no se le comprende sin Cristo. Sería un reduccionismo empobrecedor. Juan Pablo II pidió no tener miedo a abrir las puertas para dejar entrar a Cristo; Francisco pidió tener parresía para abrir las puertas de la Iglesia y dejarlo salir al encuentro de todos. El Papa que inició su pontificado pidiendo la bendición del pueblo, se fue dándole la bendición del Domingo de Pascua a ese pueblo, y al mundo, que tanto amó.